Henry Horacio Chaves

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El hallazgo, o mejor el avistamiento, de una comunidad indígena de la que no se tenía noticia en la frontera selvática entre Perú y Brasil, resulta una noticia extraña para estas épocas; una buena noticia que habla de la capacidad de supervivencia de una comunidad original, a pesar del agobio de la civilización y de las realidades de la globalización.

 

Más aún, con la confirmación de la existencia de esta tribu se dice también que hay cálculos de un centenar de tribus no contactadas en el planeta, la mitad de ellas en la selva amazónica. Y se habla de eso justamente cuando el hombre examina el suelo marciano y cuando cree saber más del universo exterior. Paradoja esa que deja pensar que de pronto, sabemos más de afuera que de las entrañas mismas de la Tierra, un planeta en el que a veces parece no existir nada que no aparezca en los buscadores de Internet, o a donde no lleguen Mc Donalds o la Coca cola. 

 

Y ojalá que no lleguen (ni esas marcas ni la llamada civilización), a esa región cercana al río Tarauacá, en el Brasil, a donde al parecer estos indígenas tuvieron que migrar pasando una frontera que no conocen ni les importa, provenientes de las selvas de Purús y de Yurúa, distritos de la provincia Atalaya del Departamento Ucayali en el Perú. De allí, todo parece indicar, fueron obligados a salir ante el deterioro de su hábitat. Deterioro asociado con la explotación maderera ilegal a la que no le importan ni el entorno, ni las comunidades que pudiera afectar.  

 

Tras el avistamiento de esta comunidad, que representa la confirmación de su existencia en estado natural, ahora se abre un interesante debate antropológico sobre si se debe o no contactar a ese pueblo. Voceros de la Fundación Nacional del Indio de Brasil, consideran que es mejor dejarlos seguir siendo, sin contacto con el hombre blanco ni su estrés. Otros, en cambio, creen que esos indígenas tienen derecho a disfrutar de los adelantos de la humanidad, sobre todo en cuanto a medicina y prevención de enfermedades que antes no conocían ni padecían.  

 

Un propósito y una justificación que pueden resultar bien intencionados, pero que la experiencia demuestra insuficientes. Son muchas las comunidades indígenas contactadas a las que no han llegado las bondades de la civilización pero si sus males. Además, la persistencia de su comunidad a estas alturas de los siglos parece demostrar tozudamente que son capaces de sobrevivir sin la ayuda de esa civilización. Cuanto más lejos permanezcan de los demás humanos, menos riesgo tendrán de contaminarse con sus muchas enfermedades, físicas, mentales y sociales.  

 

Con su paso de frontera esta “nueva tribu vieja” parece también enviar una enseñanza a la comunidad internacional que aún no resuelve uno de los vacíos de la globalización: la migración. Es decir, la globalización de los territorios y las personas. Ellos seguramente nada saben de fronteras porque no las necesitan. Entienden que deben cambiar de territorio cuando las condiciones exógenas se lo imponen, cuando lo demanda la supervivencia. Seguro que así lo habrá hecho ese pueblo por años, décadas y siglos. Probablemente esa actitud con la tierra y la capacidad de defensa que mostraron con sus lanzas alzadas frete al avión que los avistó les ha permitido seguir existiendo. Ojalá, sigan siendo por más años y más décadas y siglos, puros como son; no mejores, pero sí distintos de otros pueblos que han sido contactados o contactan a los demás.  

 

A modo de colofón, vale citar los versos del himno de Ucayali, el departamento peruano del que salió esa comunidad, y que nombra  esa tierra majestuosa como “luz, tesoro y esperanza/Manantial de progreso y amistad/En tu suelo fértil y bendito/La codicia ajena cabalgó/Mas tus hijos valientes guerreros/Defendieron con gloria y honor/Viéndote nacer cual radiante sol/Nuestra tierra libre amaneció”. Queda pues hacer votos porque el hombre civilizado permita que así siga siendo y que esa y las otras tantas comunidades no contactadas sigan permaneciendo en su paraíso.