Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

Cerca de 100 años hace que el intelectual y político ruso, Vladimir Lenin, acuñó una frase entresacada de un pequeño libro que escribiera, que fue durante muchos años una lapidaria sentencia utilizada por izquierdistas, marxistas, leninistas, en universidades, foros y cafeterías: la religión es el opio del pueblo.

Lejos estaba el gran escritor y líder creador del estado soviético de adivinar o predecir que una centuria después existiera una religión más universal, alienadora y embrutecedora de masas:  el fútbol.

Ese magnífico y mágico juego inventado por los ingleses en tiempos de ocio, hubo de convertirse en el espectáculo y negocio más masificado, controlado de centenares de millones de hombres y mujeres en el planeta, a la vez que fuente de enriquecimiento desmesurado de empresarios, jugadores del popular deporte y miles de personas que han hecho del balompié su fuente inagotable de ganancias.

En una sociedad cada vez adoctrinada, envilecida por los medios masivos de comunicación y completamente avasallada por lo que ha venido a llamarse redes sociales, el fútbol se ha convertido en el circo más popular y vulgar al que apelan gobernantes, mercachifles, comunicadores y muchas empresas publicitarias, como en los tiempos del imperio romano lo hicieran Calígula, Nerón y otros perversos emperadores.

La ecuación negocio, publicidad y fútbol ha sido perfectamente utilizada por no menos ambiciosos y corruptos dirigentes para hacer de la multimillonaria audiencia una auténtica legión de idiotas útiles que encuentran en el juego de 22 hombres la forma perfecta de evadirse de sus penas, miserias y falencias humanas.

Y no crea el lector que desprecio el más hermoso de los deportes de masas.   Por el contrario, desde mi inocente infancia en El Santuario (Ant.), mi pueblo de nacimiento, mis amigos, los hermanos Hernán, Alonso, Francisco, León y Tomás Tobón Gómez y los hermanos Ignacio, Víctor y Jairo Giraldo Serna, no sólo me convirtieron en un aficionado al fútbol, sino que por fortuna me hicieron hincha del Deportivo Independiente Medellín, amores por el fútbol y por mi divisa que aún conservo intactos.

No obstante, tampoco olvido la gran enseñanza que mi profesor de medicina legal, cuando cursaba la maestría de Derecho Penal en el claustro del Externado de Colombia, con motivo de un permiso solicitado al maestro para que declinara dictar su cátedra, por cuanto se jugaba un importante partido de fútbol.  La respuesta de aquel inteligente maestro y médico santandereano fue sabia:  miren alumnos, no accedo a su pedido, por cuanto si lo hiciera contribuiría a que el país marche por mal camino, pues  no puede ser más importante darle más valor a quien utiliza sus piernas que al que usa su cerebro.   Desde aquella noche en que tuve con mis compañeros de aula que sacrificar la visión de un partido de fútbol por una buena cátedra de medicina forense, quedé convencido que el galeno acertó en su predicción.

No solo Colombia sino el mundo entero pasó de tener en el fútbol una sana diversión y en el equipo de nuestra preferencia una normal devoción por la camiseta a una envilecedora y embrutecedora manía  de estar pegado a la pantalla del televisor, no disfrutando sino padeciendo con los resultados, olvidándonos que es simplemente un bello juego en donde hay ganadores y perdedores y a convertirnos en cavernícolas desaforados en el que no vemos rivales, sino enemigos, desencadenando los más atávicos comportamientos criminales.

Vulgares y acomplejados copietas que somos los hispanoamericanos, aprendimos de los hooligans ingleses y otros patanes y perversos grupos de aficionados de equipos europeos, argentinos y brasileros, a hacer de los estadios, calles y barrios un campo de guerra.

Vergüenza y tristeza anida en mi alma por lo realizado, por las barras de desadaptados, mal llamados hinchas del Medellín y el Nacional, que con motivo de la final de la liga en junio de 2016, vía internet, se citaron en mi barrio de La Judea, de El Santuario (Ant.) para desafiarse mediante armas en duelo y combate, como en los tiempos de la Edad Media, en la plazuela de mi entrañable barrio santuariano, por el solo hecho de haber pasado el DIM a disputar el título y no su equipo de plaza, el respetado y admirado cuadro verdolaga.

En una columna no puede explicarse toda la problemática futbolera que requiere a no dudarlo de varios tomos.

Siento aquí apenas las bases para una discusión y polémica que  conlleva un análisis del comportamiento de periodistas aduladores que baten el incensario con el que convierten a ciertos jugadores en semidioses a los que se les rinde culto propio  de las deidades y que estos ingenuamente actúan como si lo fueran, pero que no hacen más que el ridículo y terminan siendo unos políticos y vulgares payasos de siempre.

El próximo escrito habrá probablemente de tratar de los falsos dioses e ídolos de barro, de los Messi, Ronaldo y demás endiosados comediantes de pacotilla.