En algunos países latinoamericanos la democracia está gravemente amenazada. Empezando por Honduras, escenario reciente de un forcejeo entre el presidente elegido democráticamente Manuel Zelaya y el de facto, Roberto Micheletti. Aún se mantiene allí la fragilidad institucional, que esperamos se supere con el debate electoral de este fin de mes. A lo cual debe ayudar el acuerdo recientemente logrado por las partes y con la mediación de los EEUU.
El listado de riesgos se extiende por el continente como reguero de pólvora: Igual a Zelaya, quien pretendió mantenerse en el poder quebrantando la Constitución, Ortega en Nicaragua anda con antojos parecidos: aspira a reelección con el apoyo de políticos corruptos y con la argucia de dividir el movimiento que lo llevó al poder. Cuenta además con el aval de algunos órganos judiciales y de exponentes de un sandinismo clientelista, entre otros.
Hugo Chávez es el caso insignia. Su megalomanía lo lleva a soñar con perpetuarse en el poder, apoyado en la Asamblea Nacional y en su desgastada propuesta de “Socialismo del Siglo XXI”, que ha traído mayores niveles de inequidad entre la población a pesar de la disponibilidad ahora menguada de una gran bolsa de dólares derivada del petróleo. Su deporte, cambiar la Constitución cuando le viene en gana. Para mantener su proyecto se apuntala en un discurso contra el imperio, desconociendo que su actual personero es muy diferente a George Bush.
Evo Morales y Rafael Correa no se quedan atrás. Sin demeritar que al segundo le asiste toda la razón en sus reclamaciones a Colombia por la violación de su soberanía. Sin desconocer, también, que en esos países existe una derecha que está al acecho para retomar el poder. Morales ha manoseado un discurso indigenista que debió contar con la suerte del reconocimiento de dichos pueblos, de sus costumbres, sus tradiciones y su derecho a la tierra y a la posibilidad de convertirse en opción democrática en su país.
Igual senda, aunque con otro tipo de ingredientes, recorre el mandatario colombiano, también contagiado con la fiebre del poder sin límites, arrollando los logros democráticos de la Constitución de 1991.
Pero quedan en el continente dos baluartes: Inácio Lula Da Silva en Brasil y Bachelet en Chile aunque, desafortunadamente, en este último país la extrema derecha puntea en las encuestas preelectorales, así que no sería extraño que algunos huérfanos de Pinochet volvieran al Palacio de la Moneda.
A todas estas resulta evidente que en estos tiempos no se requiere de un golpe de estado, sin que ello implique que no se tenga la tentación, porque los militares se sienten cómodos con estos modelos de gobierno: unos populistas y de discurso supuestamente de izquierda y otros de extrema derecha, molestos con temas como libertades políticas, derechos humanos, dignidad por la vida, fortalecimiento institucional democrático y respeto de la Constitución y de la ley.
Unos más que otros se arropan con la popularidad alcanzada, o se inventan teorías para creerse irreemplazables: la de encarnar un supuesto socialismo versión siglo XXI en el caso del vecino; el “Estado de opinión” aquí, pero todos coincidentes en despreciar la opción democrática que juraron defender.
Pero están sembrando tempestades: en países como Venezuela no sería extraño que en pocos años surjan brotes de lucha armada que los empujen hacia espirales de violencia. En el caso de Colombia lo que mantiene vivo el espíritu uribista es la existencia misma de las Farc. Sin éstas, no existiría.
Por ahora Barack Obama se ocupa de problemas domésticos (la economía, el sistema de salud) y externos (guerras en Irak y Afganistán), así que si se atreve a intervenir tendrá que cambiar su visión geopolítica y advertir sobre el peligro de que estas democracias se mantengan en vilo.