Jorge Mejía Martínez

Horas después de la liberación de los cuatro miembros de la fuerza pública secuestrados por las Farc, me dio lastima escuchar las llamadas que los televidentes de Telemedellín hacían para despotricar de la senadora Piedad Córdoba. Le dijeron de todo, menos gracias por el papel cumplido. Luego ocurrió la liberación del exgobernador Hara, a quien dio gusto escuchar en su extensa rueda de prensa llena de contenido emocional y político. Se atrevió a decir lo que pensaba sobre el gobierno y su destino, sin guiones ni cálculos electorales. Si así hubiera sido, habría complacido a la audiencia con las acostumbradas loas a todo lo que se expide desde el Palacio de Nariño. 

Manifestó su amargura por los más de siete años de cautiverio cruzados por la humana sensación de abandono ¿de quién?  No de su familia, ni de sus amigos, ni de los medios de comunicación; de quien por mandato de la Constitución tiene la obligación de garantizar la seguridad a todos los miembros de la sociedad: el Estado. Lógico que el gobierno. El hombre se sintió huérfano y ¡quién no!

 

El compatriota que perdió siete largos años de su vida, pudriéndose en la selva, cuestionó la fortaleza de la política de seguridad democrática si, como se esgrime desde los despachos oficiales, se echarían a perder los logros conquistados si se realiza un intercambio –llámese humanitario o político, vale huevo esa discusión- para garantizar la liberación de tantos ciudadanos condenados al ostracismo por el secuestro, mientras acumulan meses y años perdidos, como no ocurre en ningún otro país del planeta. Alan Hara irrespetó el mayoritario fervor nacional que como un halo bendito rodea al Presidente de la república. Con saña se le vino encima la hiel que brota de tantos corazones blindados por la intolerancia. Los comentarios de los lectores de periódicos no le perdonaron al demacrado colombiano liberado el supuesto irrespeto a los iconos que la conciencia nacional erigió como paradigmas, fuera de los cuales no hay ninguna salvación.

 

Para matizar algunas expresiones que parecieron ligeras seguramente por la emoción que salía a borbotones con su voz, como el desdichado comentario sobre el papel de las terribles cadenas, al día siguiente no se cansó de repetir su condena y repudio hacia los miserables carceleros de las Farc. Si no lo hace, ni él ni su familia podrían volver después tranquilos al supermercado o a la misa dominical. Pero, con coherencia, el exgobernador se sostuvo en lo fundamental: la necesidad del Intercambio humanitario para liberar a los que dejó atrás, dado el inmenso riesgo de las liberaciones a sangre y fuego; que la guerrilla ha sido golpeada pero no acabada; y destacó el papel de la sociedad civil, particularmente de Piedad Córdoba, para que la esperanza no desfallezca de la mano del cruel olvido. El exdiputado del Valle, liberado después, estuvo más matizado – con hilados discursos no exentos de energía ni cuestionamientos- pero todo le resbaló.

 

La emocionante semana variopinta terminó con el descalificador mensaje presidencial sobre la existencia del Bloque intelectual de las Farc. Yo no dudo que exista al interior o al exterior de la organización armada ilegal. Debe ser un grupo de ideólogos dedicados a cranear justificaciones a las acciones degradadas de la guerrilla. Como ocurre en toda organización política –se requieren los ideólogos, supuestamente los que piensan- e incluso como ocurre con el mismo gobierno nacional. José Obdulio no niega su papel. Pero de allí a descalificar a la pluralista confluencia denominada Colombianos por la Paz –con un Daniel Samper Pizano, por ejemplo-  convirtiéndola de buenas a primeras, sin ninguna investigación judicial de por medio, en una fuerza auxiliar de las detestables Farc, es otro ejemplo de la intransigencia y la obcecación, cuyas heridas tardaremos en curar por muchos años. La alegría por las liberaciones terminó en preocupación. No sabemos dónde vamos a llegar.