Por: Ramón Elejalde Arbeláez

Conocido el proyecto de ley anticorrupción que el presidente Juan Manuel Santos le ha presentado al Congreso de la República, le queda al ciudadano la impresión de que está frente a un catálogo de buenas intenciones: aumento de penas, inaplicabilidad de subrogados penales y nuevos delitos contra la corrupción. En Colombia se puede aplicar la pena de muerte para quienes dolosamente esquilman el erario o utilicen el poder con fines protervos y seguramente se seguirán robando los mismos 4,2 billones de pesos o más y continuarán actuando, algunos, en contra de lo que dispone la ley.

 

Cuando una sociedad acepta que tiene porcentajes tan altos de impunidad, el incremento de las penas es, a lo sumo, un alivio transitorio a la conciencia de los gobernantes o de los administradores de justicia, pero de ninguna manera una solución efectiva al problema que se pretende solucionar. Para algunos en Colombia el 95% de los delitos no reciben el condigno castigo, para otros ese porcentaje es del 73% y en ambos casos estamos cerca de convertirnos en un estado fallido. La lucha de los dirigentes de nuestra sociedad debe centrarse en disminuir los dramáticos y alarmantes índices de impunidad que existen.

Más efectivo resulta que entre Fiscalía y Gobierno conformen varios bloques de búsqueda integrados por fiscales, procuradores, contralores, CTI, DAS y Policía, con precisas instrucciones y exigirles resultados que se puedan cuantificar periódicamente. Esto tiene que ir precedido de una indeclinable voluntad política de erradicar o reducir dramáticamente  los altísimos niveles de corrupción existentes y de campañas educativas que vayan sacando de la conciencia colectiva el pensamiento mafioso y corrupto que nos embarga. Bloques que tienen que salir a buscar a los delincuentes, que tienen que reducir notoriamente los niveles de impunidad, que deben llevar prontamente a la cárcel los negociantes que merodean cerca de los presupuestos oficiales. Al frente de esta cruzada contra la corrupción se tienen que poner personas como el fiscal general, el director de la Policía, el contralor general y el vicepresidente de la República. Con decisión, con valor, con voluntad política. Es la única manera de salir del atolladero en el cual nos encontramos. Con meros incrementos de penas los corruptos deben estar sonriendo.

No es pues subiendo penas o suprimiendo subrogados o creando nuevos tipos penales como le vamos a poner fin a un mal que es peor que el paramilitarismo y la guerrilla juntos. Es necesario que los fiscales se dediquen a buscar los 4,2 billones de pesos anuales que se le roban al Estado. No es nada difícil. No es nada del otro mundo. Existen muchos funcionarios o ex funcionarios que no admiten una esculcada, porque sus grandes fortunas obtenidas de la noche a la mañana, no tienen explicación ni justificación alguna.

Evidentemente que la propuesta gubernamental contiene iniciativas plausibles. Ataca la posibilidad de que quienes financien campañas electorales se beneficien de contratos públicos. Igualmente impedirá que contratistas del Estado financien campañas políticas. Estas dos normas son claras, contundentes y van al corazón de la corrupción. Pero si los culpables no reciben el peso de la Justicia y la impunidad sigue en los niveles subversivos que hoy tiene, eso no conducirá a nada. Son meras alegrías de gallo capón. Seguiremos viendo candidatos financiados por firmas constructoras, ferreterías o almacenes de suministros. Proliferarán los almacenes o ferreterías “de propiedad de la Administración”. Los contratistas de profesión seguirán invirtiendo en candidatos con opción.

El presidente Santos y su ministro del Interior y de Justicia, Germán Vargas, se deben entusiasmar a poner en práctica verdaderas medidas que combatan este cáncer. Lo demás es ladrarle a la luna.