Por: Eugenio Prieto Soto
Respetamos las diferentes reacciones que despertó el otorgamiento del Premio Nobel de Paz a Barack Obama, que han oscilado entre la confianza plena hacia el galardonado y el desprecio fundamentado en argumentos pragmáticos y en la influencia de los medios masivos de comunicación. Para nosotros, existen razones de sobra para justipreciar un reconocimiento que le ha apostado a la esperanza, al sueño de que es posible empeñarse en la construcción de un mundo distinto, que dé cabida a la diferencia, a la cooperación, a los ciudadanos valientes que se atreven a trasegar los caminos de la democracia para transformar las realidades conflictivas.
En enero de 2008 el pueblo estadounidense se encontraba agobiado por la crisis económica, las guerras que su gobierno había emprendido en el mundo y la desconfianza hacia todos aquellos que no estaba representado en los rígidos esquemas que habían convertido en barreras ideológicas, tan infranqueables como los muros que se levantan en Gaza y el que ellos mismos construyen en la frontera con México. Entonces irrumpió un joven senador de Illinois que invocó otras formas de nombrar y afrontar las dificultades de su país y su pueblo; un joven político negro, descendiente de esclavos que encarna la diversidad que constituye la actual modernidad de su país.
Un hombre que con un gran compromiso, convocó a los estadounidenses para mostrarles que el mundo actual será transformado por quienes saben construir en comunidad e invitarlos a unirse para realizar su potencialidad como ciudadanos en torno a la posibilidad de hacerse parte de la construcción del país en que desean habitar. La fuerza de su llamado a la confianza provocó uno de los saltos más trascendentales que ha tenido la democracia en tiempos recientes, y lo hizo sin ofender, sin chocar, sin agredir, en manifestación magnífica de la democracia, que impone transformar el modo de relacionarnos como sujetos de derechos en un mundo civilizado y abierto a la construcción colectiva.
La decisión de acabar con esa ignominia que fue la cárcel de Guantánamo rompió con un modelo que empezaba a hacer carrera en la lucha contra el terrorismo, el hecho de que la sola sospecha de terrorismo justificara el encarcelamiento y total aislamiento de una persona sin respetar el habeas data amenazaba la estructura del Estado de Derecho. El cierre de Guantánamo implica, pues, una ruptura radical con el modelo ideológico que considera tolerable, y hasta necesario, suspender garantías fundamentales a fin de combatir el terrorismo. Con Obama en la presidencia, el mundo sabe que no existe el riesgo de nuevas cárceles de Abu Grahib o de otros Guantánamo. También que no habrá concesiones en el combate al terrorismo y sus auxiliadores y para ello vale plenamente el ejemplo que ofrece en Afganistán.
Un momento culminante que muestra la ruta que nos puede trazar el Nobel y que revela la visión y el estilo de un presidente que entiende la enorme misión que cae sobre sus hombros, como garante de la seguridad mundial, y que asume el reto de construir nexos que hagan superar la confrontación y propicien la emergencia de mecanismos civilizados de expresión de los desacuerdos, lo vivimos el 4 de junio, con su discurso en la Universidad del Cairo: “mientras nuestras relaciones sean definidas por las diferencias, les otorgaremos poder a quienes siembran el odio en vez de la paz, y a quienes promueven el conflicto en vez de la cooperación que puede ayudar a nuestros pueblos a lograr la justicia y la prosperidad. Este ciclo de suspicacia y discordia debe terminar”.
Pero Obama ha ido más lejos. Aunque enfrenta aún dificultades con Rusia para suscribir un acuerdo que favorezca la construcción del escudo antimisiles, tiene abierto un diálogo respetuoso con el gobierno de Medvedev-Putin, y a pesar de que Corea del Norte e Irán no muestran variaciones en su intencionalidad de mantener la experimentación nuclear, sus gestos institucionalistas le dan a la comunidad internacional argumentos sólidos para establecer una relación de consenso con países que pueden integrarse al mundo o someterse a bloqueos y sanciones necesarias a fin de garantizar su bienestar.
Con Cuba, otro de los campos en los que las relaciones de Estados Unidos habían llegado a una de sus peores circunstancias, el Presidente ha intentado construir caminos y también crear confianzas que permitan aliviar la situación de ese pueblo y favorecer un tránsito democrático, respetuoso de su situación. En este difícil terreno aun se dan los primeros pasos, pero son esperanzadores.
Esta distinción se constituye en un hecho supremamente inteligente por la paz mundial, desde hoy, todos los actos y decisiones firmados por el Presidente de los Estados Unidos de América, llevaran el sello o la impronta del actual Nobel de Paz y ello pesará en las decisiones. Con cada uno de sus logros, de sus discursos, de sus proyectos, Barack Obama tiende puentes, traza nuevas rutas, reconoce a los otros como interlocutores y los hace sujetos. Este premio lo compromete aún más con la esperanza en un mundo al que el presidente estadounidense le regresó el derecho a soñar.