La política liberal está tan opacada que el Congreso Nacional de diciembre parece un evento clandestino porque muy pocos saben de su convocatoria. En un país con tantos temas de controversia y con tantas incertidumbres en el horizonte, tenemos un liberalismo absorto o entretenido en cualquier cosa, menos en construir propuestas de solución a las encrucijadas que cruzan a Colombia. O la información no circula para alimentar el debate o no hay nada que circular. De todas maneras, quiéralo o no la dirigencia actual, la discusión sobre la ubicación del Partido Liberal en el espectro ideológico y político nacional se tendrá que dar. De su desenlace se desprenden consecuencias políticas inmediatas.
La democracia, la política y los partidos fueron los principales descalabrados del Frente Nacional. Particularmente el liberalismo, que durante tantas décadas fue el gran reformador y caja de resonancia de la inconformidad social. El Partido Liberal se anquilosó, burocratizó y rompió los vínculos que lo mantenían atado a las más apremiantes urgencias del país. Tuvo un respiro con la Constitución del 91 que rápidamente se desvaneció, ante la paradoja de promover una Carta pródiga en garantismo social, pero en manos del sector neoliberal de la colectividad. Luego vino la debacle del proceso 8.000 y la incapacidad de levantarse como alternativa de poder ante la grave crisis de liderazgo y ejercicio de autoridad del gobierno de Pastrana Arango.
Cuando el país esperaba una propuesta programática que priorizara el anhelo de seguridad y tranquilidad, consecuencia de la burla de las FARC a la iniciativa negociadora del Caguan – pincelada en la famosa foto de la silla vacía al lado de un Presidente desconcertado- y de la degradación del conflicto armado ante la pérdida del horizonte político por parte de la guerrilla al reformular sus prioridades, para ceder el paso a la producción, comercialización y trafico de coca. La toma del poder y la lucha popular se narcotizó. El partido liberal tirado a la izquierda tradicional, siempre renuente a reconocer que la seguridad es un derecho civil, menospreció el clamor de tranquilidad ciudadana y abandonó ese espacio para que la derecha lo copara con su pertinente iniciativa de la seguridad democrática.
Una vez más el liberalismo – y en general la izquierda- leyó mal la coyuntura y el péndulo lo lanzó al ostracismo del poder. Muchos dirigentes liberales acostumbrados a reducir la actividad política a la gestión de gabelas y prebendas, rápidamente engrosaron las filas de los nuevos partidos uribistas. No por casualidad, la mayoría de ellos terminaron vinculados por la acción de la justicia a las investigaciones de la parapolitica. Para el Partido Liberal, la aparición del proyecto político de la derecha constituyó una depuración. Pero la ausencia de lucidez para determinar su ubicación en el escenario político, no ha permitido que el liberalismo se reconstruya como una seria y real alternativa de poder. Le ha faltado vocación de renovación. Ese tiene que ser el nuevo discurso: de temas, prácticas y actores. Nuevos temas en boca de los actores desgastados de ayer, se contaminan. Los ex presidentes liberales, cada uno en una orilla haciendo muecas o tirando piedras, se han convertido en un fardo muy pesado de cargar. Como casi el grueso de la dirigencia liberal.