Por: Eugenio Prieto
La inversión extranjera directa (IED) en el sector minero, ha crecido en los últimos cinco años a un ritmo vertiginoso en Colombia, US$ 2.500 millones anuales, ocupando cerca del 20% del total de la IED, lo cual siempre resulta beneficioso para la economía, y teóricamente para elevar el nivel y la calidad de vida de los colombianos. Para ello, el gobierno ha estimulado abiertamente este tipo de actividad, más que limitantes, se ha promovido la explotación minera, sin reparar en el daño que produce al ambiente y sin examinar a fondo si efectivamente, la relación costo beneficio pone en un punto de equilibrio esta ecuación.
Recuérdese para el efecto, el proyecto de Código de minas del año 1996, blanco de innumerables críticas, precisamente por desconocer la ancestralidad, pretendía permitir que por la vía del permiso fuese procedente la explotación minera de territorios que hacían parte del patrimonio cultural y ecológico de la nación, tales como parques nacionales, reservas naturales, áreas naturales únicas, santuarios de flora y fauna, y zonas arqueológicas o de patrimonio histórico y cultural; lo que representaba una elección definitiva en pro de la economía, de la que finalmente el gobierno desistió, más por la intensidad de las presiones nacionales e internacionales, que por una verdadera convicción de formulación de políticas conservacionistas.
Sin embargo, con la Ley 685 de 2001, el medio ambiente y todas las garantías que la Constitución otorgó a las diversas etnias y a su territorio, fueron abiertamente desconocidas, gracias a la declaratoria de utilidad pública de la actividad minera, la cual hizo impensable el equilibrio entre cultura y economía, entre medio ambiente y lucro, entre economía y diversidad etnográfica. El primer inconveniente que trajo esta declaratoria, fue el de chocar abiertamente con la concepción que de la tierra tienen las comunidades indígenas y negras, en cuyos territorios hay innumerables riquezas mineras susceptibles de explotación.
Es de tener en cuenta, que para ellos antes que lucro, el territorio es el lugar en el cual se entiende la vida en relación íntima, en unión absoluta hombre-cosmos. No basta aquí la implementación de un modelo de desarrollo, usualmente importado, sino de una política que, consultando y respetando su especial cosmovisión, ponga en equilibrio sostenible las necesidades actuales, sin comprometer los recursos y posibilidades de las futuras generaciones.
Por consiguiente, es necesario antes que atribuir responsabilidad directa y exclusiva a las CAR, en materia del desastre ambiental y la tragedia invernal, proponer y expedir una legislación y política ambiental y minera que resuelva, siquiera a largo plazo, la gran encrucijada del desarrollo sostenible, esto es, la innegable necesidad de armonizar la relación hombre-ambiente con la interacción y transformación que aquél produce sobre éste.
Por otra parte, una legislación minera con un enfoque exclusivamente económico no alcanza a resolver la mayoría de los problemas que esa actividad genera, bien en forma directa o indirecta. Erosión, destrucción de la biodiversidad y de la capa de ozono, desertización, falta de servicios públicos básicos, desigualdades sociales, son algunos de los precarios premios que puede otorgar la decisión política de privilegiar -a rajatabla-, la economía por la vía de la actividad minera. A ello se suma la incoherencia en la formulación de los planes de desarrollo, que no se construyen desde la concertación tecno política que privilegie la diferencia y el dialogo de los actores del territorio, sino con igual enfoque económico y una visión estrictamente occidental, que excluye y niega, las miradas de otras cosmovisiones.
Así mismo, la economía, dadas las realidades surgidas del calentamiento global, y los errores históricos que hemos cometido en el uso y explotación del suelo y el subsuelo, tiene la inaplazable tarea de ponerse a tono con un nuevo entendimiento del territorio y del sentido de pertenencia de quien lo habita. De admitir, de una vez por todas, que la cultura es intransferible y que el entorno propio, es el que nutre de un especial contenido la noción de existencia, de proyecto de vida, y sobre todo, de la forma de ocuparlo. Quedan muchos puntos por discutir. Las formas y los sitios de explotación, la duración de las concesiones, la responsabilidad social de las empresas mineras, el compromiso ecológico, el respeto por el entorno, etc.
Pero sobre todo, falta por comprender que no se trata de una relación estrictamente comercial, pues como dijera Seattle, jefe de la tribu de los Dwamish, en carta que dirigiera en 1855 al entonces presidente de los USA, Franklin Pierce, en respuesta a la oferta que el gobierno les hiciera para comprar sus tierras, “¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, o el calor de la tierra?… No son nuestros la frescura del aire, ni la transparencia del agua…”.
Y agrega de manera profética: “Hay una cosa de la que estamos seguros: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida, pues el mismo no es sino un hilo de ella. Está buscando su desgracia si osa romper esa red. El sufrimiento de la tierra se convierte a la fuerza en el sufrimiento de sus hijos. De eso estamos seguros, todas las cosas están ligadas como la sangre de una misma familia”.