Wilson Gómez Arango, columnista

Por: Wilson Gómez Arango

Nuestra nación, desgarrada por décadas de conflicto y desigualdad, enfrenta esta realidad en cada esquina. Y no, esta no es una tragedia exclusiva de los barrios marginales donde la pobreza es el caldo de cultivo del crimen. El veneno de la descomposición se filtra por todas las grietas sociales. En el otro extremo del espanto, y quizás en uno aún más oscuro, recuerdo no hace mucho, en un programa de primera infancia, a un niño de no más de seis años traído a consulta por una alteración del desarrollo. Su mente era un campo de batalla. Ya en tres oportunidades había agredido a su propia abuela, una vez con un arma blanca y otras dos prendiendo fuego a su habitación. Lo más escalofriante, lo que aún resuena en mi memoria, fue escucharlo decir en la consulta, con su voz infantil: «Solo estoy esperando a que se duerma para matarla«.

Como estas dos escalofriantes historias reales, hay un sinnúmero de relatos similares que no sólo mis colegas guardan en su memoria; también muchos de ustedes. Estos niños son los rostros de una misma catástrofe nacional. Y nos obligan a plantear la pregunta más lacerante: ¿Debemos juzgar al menor que comete un delito atroz como a un adulto? ¿O debemos, con mayor rigor, castigar al adulto responsable del niño —sea padre o tutor—, o, con énfasis absoluto, judicializar con toda la fuerza de la ley a quien instrumentaliza, corrompe y arma la mano de un niño?

La ley colombiana, en su Ley 1098 de 2006 (Código de la Infancia y la Adolescencia), es un faro de doctrina garantista. Basada en el Artículo 33 de la Constitución y en tratados internacionales, establece un Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA) con un enfoque restaurativo y pedagógico. La Corte Constitucional, en muchas de sus sentencias, ha sido clara: el objetivo no es el castigo vengativo, sino la restauración del derecho y la reintegración. Por eso «Chucky» no irá a una cárcel de adultos, sino a un centro especializado. Pero, ¿es suficiente para sanar el alma de una sociedad que sigue produciendo «Chuckys»?

Aquí es donde debemos enfocar nuestra ira y nuestra justicia. El verdadero cáncer es el adulto que instrumentaliza. Históricamente, en Colombia, los niños han sido la munición más barata y efectiva en todas nuestras guerras. Guerrillas, paramilitares y, ahora, las bandas criminales y Grupos Armados Organizados, han perfeccionado el arte macabro de convertir la inocencia en un arma. Son ellos quienes, amparados en la inimputabilidad del menor, los usan como escudos humanos y brazos ejecutores para el sicariato, el microtráfico y la extorsión. El Artículo 188D del Código Penal castiga el uso de menores en delitos, pero la realidad nos grita que la impunidad para estos «señores de la guerra» y capos de barrio es alarmantemente alta.

La justicia cojea si se enfoca sólo en el niño infractor. Por cada «Chucky» capturado, hay un adulto en la sombra que ya está reclutando a su reemplazo. Es imperativo que la Fiscalía y los jueces prioricen el desmantelamiento de estas redes. Nuestra misión como sociedad debe ser, por tanto, una cacería implacable contra quienes cometen el crimen original.

La historia del niño de seis años, por su parte, nos obliga a mirar más allá del factor socioeconómico. Nos muestra que la violencia puede nacer no sólo de la necesidad, sino del vacío. Un vacío de amor, de límites, de una salud mental devastada a una edad impensable. La tragedia puede gestarse tanto en un tugurio por la ausencia de pan, como en una mansión por la ausencia de padres, por una enfermedad mental severa no diagnosticada ni tratada, que convierte a un infante en una fuente de peligro mortal.

La prevención es el único escudo verdadero, y se forja en cuatro frentes:
La Familia: Es el primer refugio. Un hogar con valores, ejemplo, diálogo y disciplina amorosa es la vacuna más potente contra la violencia. El Estado debe trascender la mera asistencia y proveer apoyo psicosocial real a las familias en crisis, sin importar su estrato.
La Escuela: Debe ser un santuario de formación ciudadana y un detector de alertas tempranas. La salud mental tiene que ser parte del currículo. Se necesita con urgencia fortalecer la formación a formadores y las escuelas de padres, dotando a los maestros de herramientas para identificar y manejar estas complejas situaciones.
La Gobernanza: Exige inversión social real, no más discursos vacíos. Necesitamos parques, cultura, deporte, educación de calidad y oportunidades en cada rincón del país. Las políticas, como la Ley 1622 de 2013 (Estatuto de Ciudadanía Juvenil), deben materializarse en programas tangibles que ofrezcan a los jóvenes un proyecto de vida lejos del crimen.
*La Justicia: *Debe ser ejemplarizante con el adulto instrumentalizador. El mensaje tiene que ser contundente e inequívoco: usar a un niño para cometer un crimen es un acto de lesa humanidad que no tendrá perdón ni olvido en los estrados.

La experiencia internacional, desde la justicia restaurativa de Uruguay hasta los programas de intervención temprana en Noruega, nos enseña que la «mano dura» contra el niño es una solución simplista que sólo perpetúa el ciclo de violencia. Mirar a «Chucky» o escuchar la amenaza de un niño de seis años nos confronta con nuestra propia humanidad y nuestro fracaso como sociedad. No podemos ceder a la tentación de etiquetarlos como «monstruos». Son el espejo roto de lo que hemos permitido que suceda.

La justicia que necesitamos no es la que encierra a un niño y tira la llave; es la que restaura, la que sana, la que previene. Es la que encarcela con toda la severidad al adulto que le puso el arma en la mano o ignoró la oscuridad que crecía en su mente. El futuro de Colombia no se defiende construyendo más reformatorios, sino reconstruyendo familias, fortaleciendo escuelas y llevando justicia y oportunidades hasta el último rincón donde un niño esté en riesgo de que le roben la vida.

Es hora de que el llanto de nuestra infancia instrumentalizada se convierta en un rugido unánime de acción. Porque salvar a uno de estos niños es, en última instancia, salvarnos a nosotros mismos.