La seguridad democrática necesita un “ratico más” alcanzó a decir el Presidente Uribe en su consejo comunitario de Uraba el pasado fin de semana. No es difícil descifrar el aparente galimatías del mandatario: el “ratico más” es para presionar la segunda reelección presidencial. Entre otras cosas, porque Uribe Velez se volvió un hombre excesivamente desconfiado, como lo ha dado a entender cuando se refiere a Germán Vargas Lleras, su ex aliado de la coalición de gobierno. Seguramente Noemí Sanín también entrará a la galería de los desagradecidos, después de su observación cara a cara al Presidente en el sentido de que el trámite del referendo había sido “comprado” desde el Palacio de Nariño, algo que Andrés Felipe Arias, ventrílocuo oficial, no se va a cansar de enrostrarle a la candidata.
El fenómeno de opinión de Uribe Velez se retroalimenta a partir de colocar en primer plano la avidez de seguridad de los colombianos, luego de formular la política de seguridad democrática como la gran varita mágica contra todos los males de la nación, aunque se focalice en la lucha abierta contra las FARC, identificadas como las culpables de la violencia nuestra. La política de seguridad democrática condensa la política pública en Colombia. Sus éxitos indudables permiten justificar las ausencias o las deformaciones de otras políticas nacionales. No importa que la violencia generada por la guerrilla represente menos del 10% de la violencia colombiana. Es más impactante la criminalidad desde el narcotráfico, la delincuencia común o la inconvivencia, en los grandes centros urbanos, donde la sensación de inseguridad agobia a sus habitantes.
Por ejemplo, en Medellín, las cifras de homicidios han retornado a las de hace cinco o seis años atrás; volvieron las fronteras invisibles pero mortales que impiden el tránsito de personas de un barrio a otro; el desplazamiento intra urbano está disparado según la Personería Municipal; instituciones educativas de los distintos rincones de la ciudad se afectan por la alta deserción y des escolarización, por las amenazas o el temor de los estudiantes al asesinato en las aulas de clase o en el entorno. Las dificultades de las autoridades para garantizar la tranquilidad de la población citadina alimentan la perspicacia de quienes consideran que la política de seguridad democrática se redujo a despejar las principales carreteras y territorios rurales, de la indeseable presencia guerrillera. Logros, de por sí, muy importantes. Pero insuficientes si el compromiso del gobierno era acabar de manera definitiva con las FARC o el ELN. Aunque – estadísticas y cifras en la mano- si se liquidaran estas organizaciones, no necesariamente se acabaría con la violencia o la criminalidad.