Por: Eugenio Prieto Soto

En nuestra anterior columna habíamos iniciado la aproximación a un enfoque integral de los problemas actuales de seguridad comunes a los países latinoamericanos, donde confluyen el narcotráfico, las violencias sociales, las secuelas de las violencias políticas y la pobreza, en malhadada convergencia que niega los derechos fundamentales de la ciudadanía y la paz de la sociedad y el Estado. Señalamos también como esas nuevas violencias demandan que se pongan en práctica nuevos enfoques teóricos que permitan comprender la complejidad de la problemática y otras formas de acción que respondan a la dimensión del reto que enfrentan las sociedades.

Una estrategia que ha mostrado resultados concretos y demostrables es la adopción del modelo de policía comunitaria de seguridad. Ésta se ha acogido para democratizar las instituciones policiales, reducir los abusos de los policías, recuperar credibilidad ciudadana, mejorar la imagen de la institución y mostrar resultados de corto plazo ante el aumento de las violencias y la criminalidad. Sus resultados hasta ahora son satisfactorios para comunidades y gobiernos y demuestran que la construcción de confianzas y la potenciación de la ciudadanía mediante su acceso a la participación, resultan fórmulas de gran valor para el mejor gobierno social.

La fórmula ha sido probada en ciudades amenazadas por la criminalidad y en las que la alternativa tradicional de mantener a la Policía alejada de los ciudadanos, con el pretexto de evitar su permeabilización por bandas criminales, había fracasado. De manera general, consiste esencialmente en que la policía reúne a los vecinos de un sector, desarrolla con ellos estrategias y acciones de prevención, los aconseja sobre las medidas de seguridad a emprender en forma conjunta y coordinada con las autoridades, de modo que el ejercicio de la autoridad y el uso de las armas se restringen exclusivamente a los miembros de las fuerza pública.

Entre las acciones que la participación colaborativa de la ciudadanía con la policía desata se cuentan algunas como la instalación de alarmas comunes que funcionan cuando un vecino detecta alguna actividad sospechosa y reuniones constantes de los líderes de la comunidad con comandantes locales (barriales o comunales) que se han preparado especialmente para tender puentes de confianza y cercanía con la ciudadanía, buscando con ello hacerse parte de la solución de los problemas locales y dar enfoques integrales a su tratamiento. Cuando se piensa en enfoques participativos de gobierno, como las asambleas constituyentes, los laboratorios de paz o la formulación de presupuestos participativos que entregan cogobierno con corresponsabilidad ciudadana, queda claro que es posible complementar la coordinación de la ciudadanía con el Estado mediante el tejido de nuevas relaciones con sus fuerzas de policía.

Decidirse por formas diferentes de acción pública frente a los nuevos desafíos de la seguridad exige verdadera voluntad de los gobiernos territoriales y nacional y una nueva forma de distribución de los recursos públicos en función de las demandas de seguridad local. En primer lugar, es preciso disminuir el déficit de hombres en nuestras organizaciones policiales, pues mientras el estándar internacional es de 1 policía por cada 250 habitantes, en nuestras ciudades el promedio es superior a 1 policía por cada 1.000 o más habitantes, en el caso de Medellín de 1.200 y en las zonas céntricas, de 1 por 3.700. En esas condiciones resulta exagerado pedir a la policía eficacia en el control de las distintas formas de crimen y mucho más clamar porque se involucre en la gestión de nuevos modelos participativos y de co-gestión de la seguridad que le imponen definir nuevos modos de relación con la ciudadanía.

Los gobiernos locales, contando con el direccionamiento y atendiendo una plena coordinación con el gobierno nacional, tienen mayores capacidades de enfrentarse a los problemas colectivos, gracias a que cuentan con mejores dispositivos y capacidades de potenciar la participación y los acuerdos ciudadanos en la búsqueda de soluciones a los problemas comunes, con la garantía de que ese involucramiento es el medio eficiente de garantizar no sólo la continuidad de las buenas políticas sino muy especialmente la defensa del verdadero bien común. 

Implicar a los ciudadanos e incluso a la población barrial, desarrollar instrumentos de información y configurar estadísticas rigurosas, con el fin de planificar las actuaciones, evaluar el impacto de las medidas y determinar la condición real de seguridad, constituyen elementos esenciales de una adecuada política estatal de seguridad ciudadana, que requiere permanentemente, entre otras estrategias ciudadanas, promover una política pública del buen vecino, reunir a los vecinos del barrio, establecer redes asociativas y crear tejido social en pro de la seguridad y la convivencia, adelantar iniciativas centradas en la inserción de jóvenes, en la justicia cercana al ciudadano, prevenir y combatir las violencias, la intrafamiliar, la escolar, integrar los sectores excluidos, luchar contra el comercio sexual, generar compromisos serios en donde cada actor asume su corresponsabilidad con la seguridad y se compromete a asegurar el entorno social y a emprender las acciones necesarias para disuadir la delincuencia. En cuestiones de seguridad, nos queda el reto de explorar la verdadera participación ciudadana.