Por: Jorge Mejía Martínez

En su columna del domingo en El Espectador, Humberto de la Calle Lombana citó al sociólogo norteamericano David Garland, para referirse al impacto político desquiciador que el crimen tiene en la sociedad. “Combatir el crimen es la operación política más rentable”. Los crímenes de la guerrilla llevan más de 12 años –pueden llegar a ser 20- catapultando Presidentes de la República en Colombia; en Medellín, los críticos del esquema Fajardista, encuentran en la inseguridad urbana la oportunidad para cultivar un cambio político de tercio en las elecciones de 2011. Hasta el pasado 7 de agosto – cuando finalizó el gobierno Uribe Velez- su espada de Damocles se dirigía a Alonso Salazar porque lo que hacía falta era aplicar, sin dudas ni remilgos, la política de la seguridad democrática; con el esquema según el cual los logros de la seguridad eran del gobierno nacional y los reveses eran de los gobiernos municipales.

 

Hoy, cuando ni el mismo Presidente Santos, enarbola como una varita mágica a todos los problemas del país la SD, los enemigos de la actual administración local se dedican a reclamar la inexistencia de una política pública de seguridad. Ese discurso se ha escuchado en el recinto del Concejo municipal y por fuera. Es cierto, no hay una política pública para la seguridad urbana; pero esa es más una obligación del gobierno nacional que de los alcaldes. Las piedras, con veneno electoral, se las tiran al que está más cerquita.

David Garland escribió un libro que se llama La Cultura del control que recomiendo a todo aquel que quiera avanzar en desentrañar la irracionalidad del dolor de cabeza diario que nos mortifica: la desbordada criminalidad. La investigación de Garland se centró en países como Gran Bretaña y EEUU. Intenta explicar los desarrollos recientes en el control del delito desde el punto de vista de las agencias gubernamentales y de los actores políticos directamente responsables de la elaboración de políticas públicas. Describe las formas en que ciertos cambios en la estructura social y en las sensibilidades culturales han hecho más factible este tipo de políticas públicas. Las que han surgido en las últimas décadas se basan en una nueva experiencia colectiva del delito, estructurada por los esquemas sociales, económicos y culturales característicos de la modernidad que Garland califica de tardía. Los factores conceptuales y emocionales de esta experiencia colectiva han sido recogidos, adaptados y reelaborados por políticos, diseñadores de políticas públicas y formadores de opinión para lograr ciertos resultados; en ese sentido, el proceso político ha sido determinante.

Actualmente, dice Garland, en Gran Bretaña y Estados Unidos “el campo del control del delito presenta dos nuevos modelos de acción claramente diferentes: una estrategia de adaptación que hace hincapié en la prevención y la asociación y una estrategia del Estado soberano que subraya el aumento del control y el castigo expresivo. Estas estrategias se construyeron en respuesta a un nuevo dilema que debe enfrentar el gobierno en las sociedades de la modernidad tardía: en cierto momento histórico las tasas de delito elevadas se volvieron un hecho social normal y se pensó que la justicia penal estatal moderna había fracasado en su deber de generar niveles adecuados de seguridad. La necesidad del Estado de reconocer estas realidades sin aparentar replegarse ante ellas constituye un problema político agudo y recurrente. Los actores políticos y funcionarios estatales reconocen cada vez más este dilema e intentan adaptarse al mismo concentrando sus esfuerzos, por ejemplo, en los efectos del delito (las víctimas, el miedo, los costos, etcétera) más que en sus causas. Una respuesta importante ha sido quitarle al Estado la responsabilidad de ser el principal proveedor de seguridad. Con esta medida el Estado opera a través de la sociedad civil y no sobre ella, y subraya la prevención proactiva en lugar de la persecución y el castigo de los individuos.”

En Colombia y en los grandes centros urbanos, la discusión sobre las causas y el carácter de las medidas está sobre la mesa. La causa determinante de la pobreza –condiciones objetivas- o la ausencia de valores como el respeto a la autoridad y a la justicia, marcará un derrotero en el diseño de la política pública pro seguridad justamente reclamada, alrededor de privilegiar la inversión para atender necesidades o hacer sentir la mano dura, inflexible, del Estado. Todas las posturas producen réditos o costos políticos. Son inevitables.