Por: Jorge Mejía Martínez

La pobreza nuestra es la incapacidad de la población para tener ingresos con trabajo decente que “implica oportunidades de obtener un trabajo productivo con una remuneración justa, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para las familias, mejores perspectivas para el desarrollo personal y la integración social, libertad para que los individuos manifiesten sus preocupaciones, así como la igualdad de oportunidades y de trato para mujeres y hombres” (OIT, 2006).

Nada distinto puede producir un aparato productivo que no ofrece oportunidades laborales a más del 40% de la población con capacidad para aportar. La principal tragedia colombiana no es la guerrilla ni los paramilitares nuevos y viejos, sino el desperdicio social al condenar a gruesos contingentes humanos a no tener con qué sobrevivir. Esos millones de hombres y mujeres, 44% jóvenes, son la inagotable fuente nutriente de la delincuencia organizada para calmar su frustración. Fuerza disponible para la violencia.

 

El Analista de la Escuela Nacional Sindical, Héctor Vásquez, acaba de publicar “Las cifras de empleo y modelo de desarrollo” con datos reveladores sobre la realidad laboral que le permiten a Colombia el “honroso” reconocimiento de mantener niveles de desempleo (11.1%) superiores al promedio global (6.2%) y al promedio de América Latina (7.4%). “En diciembre de 2010 la población desocupada fue de 2 millones 439 mil personas, 5 mil más que en el 2009. La situación no fue más grave por el comportamiento que tuvieron algunos indicadores que muestra la encuesta del DANE: la población en edad de trabajar apenas creció 3 décimas, las mismas que creció la tasa global de participación (TGP), que mide la proporción de personas que están activas en el mercado de trabajo, como población ocupada o desempleada; y 4 décimas fue también el incremento de la tasa de ocupación (TO), que representaron apenas 439 mil personas más con alguna ocupación.”

 

El contexto fue un crecimiento cercano al 4%, indicativo de lo poco que el modelo de desarrollo económico incide en el empleo. Por ejemplo, en 2010 el sector minero, una de las cinco locomotoras depositarias de la confianza para la ‘prosperidad democrática” tuvo un crecimiento promedio del 12.7% pero no modificó el número de personas ocupadas desde el año anterior: 151.000. El incremento de la minería no implicó mayores oportunidades laborales, aunque se hayan disparado las ganancias por los precios en el mercado internacional del oro o del petróleo.

 

Así como la violencia, el modelo de desarrollo colombiano se nutre del desempleo y del subempleo. El esquema de concebir la competitividad en función de la productividad y no del bienestar general, es perverso. Desde hace 20 años se han promovido reformas laborales para reducir costos, flexibilizar la contratación y el despido de trabajadores, y nada que la parálisis y la informalidad se derrotan. Al contrario, menor peso tienen los salarios en el PIB y más desigual es la distribución del ingreso según el indicador GINI de 0.59 con el cual somos también pioneros en A.L. Tampoco ganamos en competitividad, como lo revela el índice que construye el Foro Económico Mundial, en el que ocupamos el puesto 68 entre 133 economías.

 

La clave para derrotar la pobreza es dinamizar el mercado interno; mejorar la capacidad de consumo y de compra de los colombianos y aumentar la cobertura de ingresos y salarios. Si no es así, la iniciativa Santista de la “Prosperidad democrática” será otro canto de sirena.