Por: Jesús Vallejo Mejía

Como lo dijo hace poco Fabio Echeverri Correa, cada uno tiene su propio código moral.

Sucede con frecuencia que los códigos individuales no coinciden con los de los demás. Pero el individualismo extremo que se pone de manifiesto en los proyectos libertarios le concede a cada código igual valor que a los restantes, siempre y cuando, según se dice, se apoye en algún argumento plausible. Echeverri, por ejemplo, es un rabioso argumentador en torno de sus propios intereses y su distorsionada visión del mundo. Pero argumenta, así sea alzando la voz y retorciéndole el cuello a la lógica.

A menudo, esos códigos individuales y sus proyecciones grupales incorporan visiones muy peculiares acerca de lo que se considera valioso y de la jerarquía de los bienes. De hecho, como lo sugiere alguno, cada individuo se puede definir en función de lo que cree, de lo que le aporta sentido a su vida. Es precisamente el tema del clásico de Spranger, “Formas de Vida”.

Lo que me interesa destacar aquí son las parcelaciones o fragmentaciones del sentido moral que se ponen de manifiesto en esos códigos.

Una distinción muy socorrida es la que se establece de modo tajante entre la moral pública y la privada, como si entre ambas mediase alguna frontera nítida y no hubiera múltiples interacciones. Así las cosas, no es raro encontrarse con sujetos que parecen intachables en lo público, pero son unos desastres en su vida privada, o viceversa.

Es el caso de quienes son malos esposos, malos padres, malos hijos, malos hermanos, etc., pero se jactan de ser excelentes ciudadanos. También es el de los que entran a saco en el tesoro público o venden sus actuaciones como funcionarios, so pretexto de sacar adelante a sus familias. Una situación extrema es la que se menciona respecto de los nazis que eran amantísimos jefes de hogar, en su intimidad se solazaban recitando poemas de Goethe o escuchando música de Mozart, pero en sus jornadas de labor se aplicaban a perseguir, atormentar y matar judíos.

Rousseau ilustra sobre esta dicotomía. Su filosofía política gira en torno de la Virtud, pero no entendida en el sentido aristotélico de hábito que tiende a perfeccionar la naturaleza, sino en el de entrega sin concesiones a la comunidad a través de la asunción plena de los dictados de la Voluntad General y el sacrificio del interés individual. Esa prédica no lo inhibió para abandonar en los hospicios a las criaturas que engendró con su concubina, lo que hoy se llamaría su compañera sentimental.

No sobra preguntarse acerca de qué diferencia lo público de lo privado y cuáles son las interacciones posibles entre lo uno y lo otro.

A no dudarlo, esa distinción está fuertemente teñida de coloraciones ideológicas. El pensamiento liberal tiende a acentuarla, mientras que el totalitario la minimiza. Lo que hay en realidad son dos perspectivas que guardan, como dice Gurvitch, reciprocidades entre ellas, la de lo individual y la de lo colectivo.

Pero hay otras parcelaciones dignas de considerarse.

Está, por ejemplo, la que señala que la política no se rige por normatividades morales, las cuales, en cambio,sí imperan sobre los demás sectores de la vida. Pero también hay que considerar la de quienes dejan por fuera de la moralidad a la economía, o la muy frecuente hoy que establece que la vida sexual no es tema suyo.

Dentro de esta tónica, se habla de que el aborto es un asunto que atañe exclusivamente a la salud pública y no debe decidirse al respecto por consideraciones morales, como si no fuera, como diré en otra oportunidad, síntoma de una gravísima crisis de civilización, como lo es también el problema de la droga.

Se sabe de profesores que enseñan muy orondos los famosos imperativos categóricos kantianos y proclaman a voz en cuello que debe tratarse al prójimo como fin en sí mismo, sin someterlo a fines ajenos, pero acto seguido salen a seducir a sus discípulas.

No se trata sólo de hipocresía. Muchas veces sucede lo que comentaba alguna vez un apreciado colega, acerca de quienes adoptan como regla la de “ser conservadores en la casa, liberales en la calle y marxistas en la cátedra”, sin cuidarse mucho de la compatibilidad de esas actitudes.

La doble o triple moral es, pues, más frecuente de lo que se piensa y muchas veces incurrimos en ello sin darnos mucha cuenta. Es, como dice el Evangelio, la actitud del que ve la paja en el ojo ajeno y no advierte la viga en el propio.

Conviene recordar lo que también dice la Sagrada Escritura acerca de que lo bueno y lo malo proceden del corazón del hombre.

Todo esto hay que traerlo a cuento a propósito del debate moral que constituye hoy el centro de la campaña electoral en curso.Insisto en que se hace menester definir los términos del programa de transformación moral que se le está proponiendo al país. Volveré sobre el asunto.