Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

Unido este tema con el anterior, en el que exaltaba este columnista la vida pública y social de los europeos como fuente de inspiración intelectual y espiritual derivada de los cafés, restaurantes, calles y plazas que dan un sabor distinto a la vida cotidiana, gris y monótona de los habitantes de las tierras tropicales, evoco con cierta nostalgia la cada vez escasa vida cultural y cotidiana de cafés y lugares afines, dedicados al sano esparcimiento del espíritu y al ejercicio sano y catársico de la tertulia y la conversación como fuentes de una vida alegre, colectiva y solidaria.

Hace apenas un siglo Bogotá y Medellín contaban con cafés que estaban a la altura de muchos míticos y emblemáticos espacios de París de los primeros años del siglo pasado.  No ha de olvidarse en los tiempos en que Picasso y otros pintores crearon la bohemia parisina e hicieron de Montmartre la cuna de la vida artística, creadora y libertina, fenómeno que luego se desplazaría al barrio donde pasara su niñez la ilustre escritora francesa, Simone de Beauvoir, el Montparnasse.

En Medellín, un grupo de jóvenes y adultos conformaron el que se llamó el de los Pánidas.   Bohemios, poetas, artistas, pintores y escritores que un poco se diferenciaban de los afincados en el París de la Bella Época, concentrados ellos alrededor de un café llamado el Globo en la aldeana, pacata, conservadora y católica capital de la montaña.

En la Bogotá de la misma época, igualmente existieron otros famosos cafés de intelectuales que permitieron ganarse el remoquete, justo para ese tiempo, de la Atenas suramericana, ya que en torno de las mesas del Windsor primero y luego en las del Automático, se creó otra bohemia culta y de fama continental, a pesar de que alguna vez el ex presidente Lleras Camargo la llamó despectivamente plebeya, ruda y brutal, lo que a muchos les pareció inapropiado e injusto.

Es de admirar que hace una centuria la Colombia atrasada, distante y poco comunicada con Europa, tuviera entre los suyos cultos hombres que declamaban poemas de Rimbaud, Verlaine o de Apollinaire en ciudades apenas en ciernes, de más corte aldeano que citadino y personajes como León de Greiff, Tomás Carrasquilla, Ricardo Rondón, Pepe Mejía y Tartarín Moreira, en Medellín  y Jorge Zalamea, Anaya González, Luis Vidales, Germán Arciniégas, Francisco Umaña Bernal y unos más en Bogotá, realizaran encuentros, tertulias, conversaciones y discusiones semejantes a las que desarrollaban los grandes diletantes del París del siglo anterior.

Hoy, ello ya no es posible y todo ha desaparecido, el urbanismo rampante y el voraz apetito de enriquecimiento de las constructores de las insípidas y deshumanizadas construcciones destinadas a clases media, alta y baja, se llevó consigo el aura intelectual y espiritual que tenían antaño nuestras urbes latinoamericanas, de las que apenas queda un poco en el Buenos Aires lampesco y caótico central del siglo XXI.

La influencia de la cultura londinense y parisina en la Bogotá de hace apenas unas siete décadas y del Medellín de un siglo atrás, ha perdido todo su esplendor y apenas quedan vestigios y vislumbres evocadores de una época gloriosa y agradable para quienes tuvieron el privilegio y placer de vivirla y de otros como el que aquí escribe, de recordarla.

Incluso, lugares destinados a la prostitución como el Lovaina de hace más de medio siglo, tenían en exquisito ambiente parisino y hoy no son más que antros de travestis avejentados, jíbaros de mala calaña o meretrices callejeras y ofertantes de favores sexuales que practican en inquilinatos para urgidos de un polvo insípido y apresurado.

Igual aconteció con el aristocrático y putanero barrio Santafe, en el que un famoso expresidente conservador para mejor seña, fue sorprendido saliendo de un famoso burdel, regentado por una dama de apellido Barón, cuando oficiaba como primer mandatario de los colombianos.

Hoy, aquel barrio con casas estilo inglés y con costumbres y modales sexuales del parisino barrio Pigalle de hace cien años, no es más que refugio de hampones, raponeros, basuqueros y malandrinos de baja estirpe social.

En esta famosa barriada bogotana vivió por muchos años y ejerció la bohemia con sus amigos, hasta su muerte acaecida una década atrás, el gran poeta León de Greiff.  Eran también aquellos tiempos en un gran humanista e intelectual paisa, René Uribe Ferrer, enseñaba a sus alumnos en la catolicísima Universidad Pontificia Bolivariana, el humanismo más adelantado de Europa, incluyendo el marxismo y muchos jóvenes autodidactas agrupados en el llamado nadaísmo, revolucionaban la ciudad regentada por curas y obispos a través de la hora arquidiocesana, el claustro universitario presidio por Félix Henao Botero y el sermón semanal radial por Fernando Gómez Mejía, quienes desde sus púlpitos proclamaban el advenimiento del ateísmo y el quiebre de las costumbres cristianas.

Los cafés fueron desapareciendo, para en lugar de ellos, entronizar casinos de mala muerte y juegos electrónicos que han sido llamados el bazuco electrónico.  Las librerías desaparecieron y en cambio afloraron múltiples y sórdidos centros dedicados a la venta de chance o apuestas similares.  Cambió el mapa urbano y con él se siente el declive intelectual y espiritual de los habitantes de nuestras hoy caóticas ciudades.