Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

Me dispongo en varios artículos a hacer un parangón entre la vida de los años 60, ese prodigioso, carismático e inolvidable decenio que nos proporcionó una maravillosa existencia a una generación afortunada que no será posible igualar y menos superar en muchos años, y la de la época actual.

Muchas de las remembranzas que habré de hacer están motivadas y basadas en crónicas amenas, encantadoras de muchos escritores, entre los que destaco la indudable comunicadora social antioqueña Margarita Inés Restrepo Santamaría, dama insuperable en la narración de lo que fue el Medellín y la Colombia de hace 6 décadas; escritos y columnas de finales de los 80 guardados en el periódico El Colombiano y recuperados de la efímera publicación diaria en un excelente libro publicado por la Universidad Eafit hace una década.

Hace 20 años que la émula de Sofía Ospina de Navarro, la extraordinaria y culta periodista paisa se dio a la tarea de hacer un ejercicio más que periodístico, psicológico, sociológico y con profundo sabor a nostalgia del modo de vivir de los años 60 con la perspectiva y óptica que le imprimen aquellos aconteceres, tres decenios después de haber ocurrido. A finales de 1988, quizá con ocasión de la celebración de los 20 años de mayo del 68, Restrepo Santamaría concentró su memoria, consultó periódicos, revistas, libros, entrevistó decenas de personas y nos legó poco antes de su muerte uno de los más valiosos tesoros de la historia de los antioqueños y los colombianos en los últimos tiempos. Profundamente humano, rigurosamente excelso y narrado, con prosa sencilla, pero que llega al alma y toca las más sensibles fibras del alma paisa de esa Antioquia que ya no es la misma de nuestros padres y abuelos.

Generación sin par fue y seguirá siendo por muchos años la nuestra, la que me es familiar por cuanto la viví a tope y suelo hacer de su recordación un rito mágico que puede quedar como legado para las actuales generaciones, tan apáticas a la historia de sus ancestros y tan carentes de vivencias tan venturosas, encantadoras y mágicas como fueran las nuestras. Nos acompaña más el bochorno y la censura a quienes tuvimos la dicha y la fortuna de vivir en aquellas apacibles aldeas y ciudades en crecimiento que fueron las de hace 6 decenios, quienes no deberíamos enorgullecernos de dejar a hijos y nietos una sociedad decadente, putrefacta, vulgarmente materialista y escandalosamente automática, robótica y zombi. La caída espiritual, cultural, intelectual y social del mundo en general, de América y de Colombia en particular es alarmante, preocupante y en este declive se adivina un presente triste y un futuro incierto. ¡Qué será de los hombres y mujeres de este mundo actual, de la Colombia de hoy o en dos o tres décadas!. Nubarrones que se vislumbran permiten vaticinar un caos del hombre y la mujer del mañana.

Hemos crecido y vivido con el miedo patológico a la tercera Guerra Mundial sin caer en la cuenta que el orbe de estos tiempos está salpicado de guerras en varios continentes y que la peor de todas es las máquinas cibernéticas que están matando lenta e imperceptiblemente el espíritu de niños, jóvenes y adultos del siglo XXI.

No haré muchas inferencias a las delincuencias que abundan en metrópolis y aldeas en el tercer milenio, pues en esencia, todas ellas apenas han cambiado nombre; ya no son los Gadafi, Arafat, Chacal, los terroristas que azotan el mundo; tienen nombre diferente, motivaciones distintas y geografías diversas, pero esencialmente los terroristas no han desaparecido del globo terráqueo. En Colombia se llaman Bacrim, lo que hace 6 décadas se llamaba cuadrillas de malhechores, chusmeros o bandoleros. Oportunidad tendré de probar que el congreso, la justicia y el ejecutivo de hoy adolecen de los mismos vacíos como de las mismas mañas e iguales procederes y engañifas que hace más de medio siglo solo han cambiado los nombres. Los fenómenos, demoras y problemas de todo tipo siguen siendo en el fondo los mismos.

Lo que sí ha cambiado para mal es la calidad y tipo de vida de los habitantes planetarios del siglo XXI. Buen arte puede ser no llorar lo perdido, pero el intento de realizar evocaciones de tiempos idos si son saludables al alma humana, para recomponer un camino que nos está conduciendo a insondables abismos de destrucción, infelicidad y desdichas colectivas. ¡No podemos tener la actitud que ante el peligro asume un animal, el avestruz, de esconder la cabeza como único remedio a aquello que pone en peligro la vida!