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Por: Ramón Elejalde Arbeláez

Esto del género de las palabras se va volviendo cada vez un asunto más enredado que la segunda reelección del presidente Uribe.

Cuando los gramáticos empezaron a tener un consenso en la última década del siglo pasado acerca de muchas de las dudas en la materia, aparecieron movimientos feministas con líderes totalmente identificados (o identificadas), que no nombro en pro de la paz que la Navidad conlleva, que revolvieron la masa para mayor enredo.

En aras del feminismo mal entendido pululan banderas contradictorias como la de las poetisas que se sienten venidas a menos si así se les llama y exigen para ellas el masculino poeta, en contra de la equidad de género o lenguaje incluyente que exige la repetición de términos como colombianos y colombianas, dentro del lema de una reconocida política de nuestro país. Este aspecto merece  párrafo aparte que adelante expongo.

En el mismo tono de autodiscriminación se sitúan las sacerdotisas y las obispas de las Iglesias Anglicana y Metodista. A las primeras les suena su denominación a antiguas religiones paganas y las segundas desdeñan la propia por no asimilar sus sedes episcopales a panales colgados en los árboles. Hasta tienen razón pues los mismos periodistas gozan cuando nuestros obispos manifiestan inconformidad contra alguna determinación pública y no falta el titular “Alborotado el obispero”.

Qué decir de las generalas, coronelas, capitanas y de ahí para abajo que se sienten menos pantalonudas si se les dice en correcto femenino: ponen voz de hombre para recordarnos que son generales, coroneles y capitanes. Especial cuidado debe uno poner al hablar con cabas y soldadas por los significados de una palabra homófona de las primeras y una acepción diferente de las segundas.

Pero si por allá llueve, por aquí no escampa. Pues los modistas hicieron hasta manifestaciones públicas para que les admitieran su profesión terminada en o porque no aguantaban los chistes de doble sentido hacia ellos. Petición concedida por la Entidad Rectora.

Anda en la internet un argumento en contra de los femeninos en –enta correspondientes a los masculinos en –ente. Hay opositores a las presidentas —no políticos, sino gramáticos— que alaban a Chile por llamar presidente a su mandataria, mientras vituperan a su colindante Argentina que llaman presidenta a la propia. Argumentan que les suena mal presidenta. Ahí si puedo pontificar: lo que no se usa no suena. Hay que ver el escándalo suscitado en algunos medios españoles porque se incluyó el término bluyín en la Nueva gramática, mientras aquí en Colombia hemos usado bluyines toda la vida y ni nos suenan ni se nos ven mal. La Real Academia Española apacigua esos ánimos aduciendo que si los chilenos están contentos (gramaticalmente, por supuesto) con su presidente es admisible que los argentinos lo estén con su presidenta.

Que no existen adolescenta, estudianta ni otras similares, es cierto; pero el día que empiecen a existir se podrán apoyar en la presidenta para subsistir. Eso en Derecho se llama Jurisprudencia. Lo mismo se podrá utilizar para apoyar al que sea capaz de eliminar el mito de la inexistencia de testigas y miembras, contra las que no hay argumento morfológico.

Remato pues con el embeleco nuevo de la tal lenguaje incluyente en contra del que afortunadamente se pronuncia la Nueva gramática de la lengua española diciendo lo que todos los sensatos hemos dicho: es innecesaria esa repetición nacida de un argumento del algún seudopsicólogo según el cual “Lo que no se menciona no existe”. En alguna otra oportunidad  hablaré de las contradicciones en las que incurren los usuarios tales como mencionar siempre el masculino adelante, no hacer igualdad en adjetivos artículos y negarles preposiciones necesarias, utilizar el doble nombre para los conceptos buenos como médicos y médicas, pero negarlo a los malos, pues dejan de existir atracadoras, guerrilleras, mariguaneras y similares.