Rodrigo Pareja

Con todo respeto, y pese a que la televisión nos tienen hasta el bozo con motivo del fallecimiento de Rafael Escalona, vamos a desmentir aquello de que “no hay muerto malo”, manida frase con la que el común de las gentes creen rendirle homenaje póstumo a quienes terminan su ciclo vital.

A Escalona nos lo han querido meter como el non plus ultra de la música, como “el juglar de juglares”, como dicen con tanta gracia y cursilería, y como el compositor más grande que en esta tierra colombiana haya nacido, no obstante la inmensa calidad de tantísimos más.

Lo que no han recordado de Escalona estos panegiristas de oficio, es que era ególatra, autoritario, impositivo, desafiante, altanero y jactancioso, entre otros defectos que le echaron en cara sus propios paisanos, entre ellos la llamada “cacica vallenata”, Consuelo Araujo.

Ni cantaba ni leía música, no sabía de música, ni de ritmo, ni de melodía y además no tenía oído, según gráfica descripción de Escalona entregada años atrás por la “cacica”.

De acuerdo con quienes lo conocieron y tuvieron que soportar su pedantería, alguna vez dijo Escalona que él hacía canciones “cuando quiero porque me levanté en un ambiente social diferente al de la mayoría de los compositores vallenatos”.

Esta fatuidad no le permitía reconocer – como sí lo hacían muchos de sus paisanos y en realidad conocedores de la música del litoral – la grandeza de muchos que fueron superiores: Leandro Díaz, Emiliano Zuleta, Luis Enrique Martínez y Alejo Durán, entre otros.

Muchos de los críticos de Rafael Escalona, que no tienen acceso a los grandes y a veces desinformados medios bogotanos, recuerdan, por ejemplo, que en medio de su analfabetismo musical, tenía que limitarse a silbarle a su amigo Poncho Cotes, quien era en realidad el que hacía el trabajo en la guitarra.

Otra cosa es que personajes como Yamid Amat, Daniel Samper Pizano y Alfonso López Michelsen se hayan derretido por él, y lo hayan encumbrado a las alturas de la creación musical, y premiado además, este último, con un consulado en Panamá, en agradecimiento por una de sus más flojas creaciones: López el pollo.

Pero donde mejor queda registrado el déficit espiritual y humano de Rafael Escalona, es cuando se refiere a Gabriel García Márquez, primero para enrostrarle que le sació el hambre y le ayudó materialmente,  para afirmar luego —  sin ruborizarse siquiera – lo siguiente: “No sólo le nutrí la barriga sino el espíritu, porque las cosas de sus cuentos y novelas las aprendió conmigo en los caseríos, con mis compadres, con las viejas curanderas. De allá de Aracataca, no tiene sino el recuerdo de espermas prendidas y de gajos de guineo”.  Modesto el Rafaelito Escalona que acaba de irse ? no.

También dijo alguna vez en el colmo de la jactancia, que gracias a Dios no había nacido en el interior porque con sus creaciones habría superado a Jorge Villamil. Y suya es también esta frase: No soy Dios, soy un genio.

Lo que hasta aquí se ha tratado de resumir, no es de quien esto escribe: está consignado y nunca fue desmentido, en un ensayo del periodista Jorge García Uste, publicado en 1995, bajo el título “Aproximación al ego de Escalona”.