Colombia se ha convertido en un país donde todos señalan al otro, con discursos cargados de odio. La libertad de opinión se convirtió en el “derecho” a disparar palabras letales contra la dignidad de los otros y contra el derecho al buen nombre, a la honra y a la tranquilidad emocional y judicial de los otros.
En este escenario, dos profesiones llamadas a servir al bien común —la política y el periodismo— parecen haber olvidado su verdadera razón de ser.
Ambas deberían estar al servicio de la verdad, del diálogo, de la construcción de un País en Paz, garantía del crecimiento económico para todos y del desarrollo humano y social de todos.
Sin embargo, tanto en el Congreso y en algunos Concejos municipales y distritales como en algunas salas de redacción, se transpira resistencia a la comprensión, a la compasión, a la empatía, al respeto y a la tolerancia. Se respira el olor al sudor y a la tensión de la trinchera, desde donde se dispara con la intención de ver caer al otro.
La política, en vez de ser un ejercicio de liderazgo al servicio de todos, se ha convertido en una lucha de vanidades y de desprecio por la existencia del otro pensamiento político e ideológico. Hemos llegado a tal nivel de degradación del propósito superior de la política, que quien llega a ostentar el poder no gobierna: paradójicamente, el “poderoso” y “soberano” pueblo le da el poder político y administrativo para poner en segundo lugar el servicio a sus gobernados, y priorizar en sus agendas el ataque -como si continuaran en campaña- y la defensa -porque el perdedor no soporta no haber sido él el ungido por la voluntad popular-. Porque, contrario al espíritu de la Oposición Democrática, quien se opone no propone: ataca.
Echar mano del populismo es el camino fácil para hacer de la indignación de algún sector, su capital. Entonces, se sienten respaldados para pedir renuncias de los “otros” por presuntas faltas éticas, mientras aplauden a los suyos por haber cometido las mismas.
Y el periodismo, llamado a fiscalizar a todos los poderes, ha caído en la misma trampa. Se ha dividido entre “periodistas de oposición” y “periodistas de gobierno”. Aunque no pueda y no deba ser neutral, porque igual lo rigen principios, valores y derechos constitucionales, el periodista no puede dejarse arrastrar al activismo. Su compromiso es con la verdad, con la independencia y con el interés común; no con los intereses particulares, políticos y económicos, que tampoco deberían ser los de la política decente. Suena mejor -aunque el rigor no debe soslayar el respeto- cumplir con la misión de incomodar al poder.
El periodismo de hoy -el más visible por ser masivo- ha caído en la vergüenza -visible, evidente e inocultable- de aplaudir a un sector político e intentar destruir a otro sector político.
Política y periodismo son dos columnas fundamentales de la democracia. Deberían trabajar en paralelo —y con tensión saludable— por el bienestar de la ciudadanía, no al servicio de sus propias guerras. Cuando ambas profesiones se alinean con la ética, el País avanza. Pero cuando ambas se pervierten, la sociedad se polariza, se embrutece, se enferma y tiende a la degradación que, tristemente, se va convirtiendo en costumbre,
Hoy, en Colombia, no se construye desde la diferencia, se aniquila. No se informa para ayudar a entender y a tomar la mejor decisión, se desinforma y se manipula para ganar en favor de unos intereses. No se dialoga, se grita. Y en medio de ese ruido ensordecedor, los ciudadanos quedan atrapados entre verdades a medias, desinformación, manipulación, indignación, cinismo, hipocresía y trincheras donde se transpira odio.
Es tiempo de recuperar la esencia. Ni el periodista debe convertirse en político con micrófono, ni el político en opinador de redes sin argumentos. Ambos deben recordar que su verdadera responsabilidad no es con su ego, ni con su partido, ni con su audiencia fiel. Su responsabilidad es con el País.
Y que no olviden que mientras señalan al otro con su dedo índice, tres dedos de esa mismo mano apuntan hacia ellos. Y no es una simple metáfora: sean decentes y honestos por un instante, cierren los ojos y “sincerense” para que les de vergüenza y, de pronto, les dé por volver al redil de la buena política y del buen periodismo.