Por: Jaime A. Fajardo Landaeta
Interesante el debate que sobre los problemas de seguridad y la alta tasa de homicidios se ventiló recientemente en el Concejo de Medellín. Lástima que fue desaprovechada para bosquejar, al menos, unas opciones de procesos que podrían permitir la recuperación de la convivencia en las comunas y la confianza en la instituciones, perdida por la evidente falta de efectividad de estas últimas.
Está bien: se aireó la necesidad de incrementar la Fuerza Pública; se demandó un mayor compromiso por parte de las autoridades judiciales –capturados en flagrancia recuperan con facilidad la libertad-; se denunció que sólo 808 policías custodian la ciudad en la noche -son 5.600 agentes para cuatro turnos frente a más de mil homicidios durante el primer semestre-; en síntesis, sabemos más del tema pero hay sequía de propuestas nuevas y ningún esfuerzo por entender que el fenómeno es metropolitano y que requiere de políticas del mismo tenor. Mientras tanto siguen los homicidios de jóvenes estudiantes y los padres de familia, estratos 1, 2 y 3 obviamente, se debaten en un permanente dilema: enviar sus hijos a estudiar y enfrentar las posibles consecuencias del conflicto ò dejarlos cada vez mas en sus casas para evitar cualquier tragedia.
En la sesión se advirtió que situaciones similares se viven en poblaciones vecinas, razón por la que nos atrevemos a decir que el problema no se soluciona solo con más Fuerza Pública –aunque se requiere-, ni con más jueces y fiscales y mayor agilidad de la administración de justicia, tópico importante, pero no exclusivo.
La definición de una política pública metropolitana como alternativa a la crisis de seguridad y de gobernabilidad requiere de algo más: que administraciones municipales, concejos, empresa privada, medios de comunicación, víctimas y desmovilizados conjuntamente con las comunidades establezcamos nuevas reglas de juego. Que colectivamente construyamos los procesos de participación ciudadana que permitan concretar unos acuerdos para hacerle frente a una crisis que apunta a deslegitimar las acciones emprendidas por las corporaciones públicas.
Estos debates deberán arrojar unos valores agregados, unas políticas públicas que unifiquen el accionar de comunidades y autoridades. Pero es claro que se requiere una exacta valoración del fracaso de las políticas de reinserción y de lo que pasó con los programas asociados.
Ahí están, entre otros, los resultados de la falacia de pretender que hemos pasado del miedo a la esperanza y de no distinguir qué es lo más preocupante: hacer de la gobernabilidad y de la defensa de la democracia un ejercicio de “socialbacanería” o enfrentar con claras políticas públicas su deterioro.
Ahora bien, nos falta superar la creencia de que el problema se resuelve al aclarar si en la campaña de Alonso Salazar intervino o no alias “Don Berna” u otros desmovilizados. Hay que dejarles el tema a las autoridades judiciales para concentrarnos en los problemas de ciudad y hacer un gran esfuerzo por salvar algo del proceso de desmovilización y de reinserción. La responsabilidad recae en el Gobierno central y en la oficina del Alto Comisionado de Paz.
Menos mal que disponemos de una Fuerza Pública eficientemente guiada por sus comandantes, sobre todo los de Policía. Por eso no entendemos las razones del traslado del General Dagoberto García Cáceres; tampoco la apatía pública para impedirlo.
En fin, insistimos en que se requiere una tercería para que un tratamiento integral al conflicto urbano propicie las debidas soluciones, y para frenar una violencia que tiende a convertirse en paisaje. Además, para recuperar la confianza y credibilidad ciudadana en las instituciones, hoy en gran parte perdida y no entendida por los administradores de la cosa publica.