Por: Jorge Mejía Martínez
“Yo creo que el mayor honor que los hombres puedan tener es el que voluntariamente les otorga su patria”. Niccolò Machiavelli
Héctor Arango Ángel, hoy ex parlamentario, se cansó de responderle a quienes lo invitaban a votar por su coterráneo y amigo Álvaro Uribe: “llevo a Uribe en el corazón y a Serpa en el tarjetón”. La ingeniosa repuesta no hizo más que señalar lo que en política es común: en las decisiones no siempre coincide la razón y el afecto. A una amiga le fascina Vargas Lleras, pero no duda en respaldar a Rafael Pardo. Ahí está pintada la diferencia entre el elector que concibe la política como una actividad coequipera a través de un partido o movimiento y el que asume determinaciones al son de las coyunturas o circunstancias.
Con el ascenso del papel de las encuestas en las últimas dos décadas del país, en el campo electoral, se incrementó el peso del llamado voto útil de cara a los resultados en las urnas. La una conduce al otro. La cofradía que concibe el voto como una herramienta para enrostrar victorias o derrotas, es adicta a los sondeos. No importan los programas o los talantes de los candidatos. Lo importante es acertar, dar en la pepa. El que gana es el que goza. Esta postura cargada de cálculo oportunista se confunde con el vanagloriado voto de opinión. El votante de partido, como militante o adherente, admite que en la política, como en la vida o en el juego, se pierde y se gana. La próxima contienda es una revancha, una oportunidad. Una derrota no es el acabose. El optimismo se conserva en función de la confianza en la colectividad. Para el prisionero del voto útil las elecciones son un campo de batalla, una catarsis.
Vamos a votar por Rafael Pardo. Lo llevamos en el afecto y en el tarjetón, como al liberalismo más allá del partido. Nos gustan sus propuestas comprometidas con la suerte de la mayoría de la población y su talante de hombre ajeno a las obnubilaciones del poder. Es un hombre de principios. Su plataforma social Por una Colombia más justa, es un fiel desarrollo del bagaje liberal construido durante décadas al calor de las grandes transformaciones sociales y económicas de la nación. Su visión de cómo sembrar la paz a través de reconocer los derechos de las víctimas del conflicto armado, lo diferencia de los demás aspirantes presidenciales. Lo dice quien ha sido el gestor de los más importantes procesos de paz culminados exitosamente – M19, PRT- en la historia reciente del país. Jamás se logrará la convivencia si seguimos privilegiando a los victimarios por encima de las víctimas. Por algo el Partido Liberal fue el principal promotor de la Ley de víctimas enterrada, insensiblemente, por el gobierno Uribe.
Rafael Pardo es un candidato serio, demasiado serio. ¿Qué de malo tiene? Carolina Sanín, columnista dominical de El Espectador, soportó su decisión del próximo domingo así: “… puesta a satisfacer con mi promesa a alguno, elegiría al candidato Pardo, seducida por la parquedad —por la pardez— de su ambición”. La codicia no es el motor del candidato liberal. Lo demostró cuando decidió renunciar a las prebendas del uribismo siendo Senador de la República, por no compartir el manejo amañado por parte del gobierno de la ley de justicia y paz, y del proceso de negociación con los paramilitares. Nadie lo vio tampoco pasearse por el Caguan, cuando ir a la zona de distensión era una moda. Pardo es un político que entiende a plenitud, la frase de Winston Churchill de que “el éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso, sin desesperarse”.
Además de su propuesta programática y de su talante flemático de estadista, nos entusiasma su formula vicepresidencial, Aníbal Gaviria Correa, joven mejor ex gobernador del país y víctima del conflicto por el asesinato de su hermano siendo gobernador de Antioquia a manos de las Farc. Pardo demostró que sabe tomar decisiones.