Juan David Palacio Cardona, director del Área Metropolitana del Valle de Aburrá.

Por: Juan David Palacio*

La ganadería es responsable del 14 por ciento del total de emisiones del metano, uno de los gases de efecto invernadero más contaminantes. A través de pequeños cambios en nuestra vida diaria podríamos ayudar a mitigar sus efectos en el ambiente.

Muchos han señalado que la evolución humana no se dio solo por el pasar de los años sino, principalmente, por la alimentación que tuvieron los primeros homínidos, cuando solo recolectaban y comían frutas, verduras o, incluso, raíces y nueces. Esto motivó la capacidad para desarrollar herramientas con huesos y piedras filosas para cortar y romper las texturas de algunos alimentos.

Al menos 10.000 millones de años atrás la comida no estaba en una despensa ni existía la posibilidad de adquirirla fácilmente: tenía una condición, era estacional y escasa. Sin embargo, la evolución del cuerpo y el cerebro se debe también a muchos factores, como la llegada del fuego -que permite activar los nutrientes de algunos comestibles una vez están expuestos al calor, sumado a que cuando hay ausencia de cocción se gasta más energía para poder digerirlos- pero hay quienes afirman de manera categórica que la evolución se debe, fundamentalmente, al consumo de carne.

Según estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), cerca de 4.000 millones de hectáreas están destinadas para la ganadería: tierras de pastoreo y arables usadas para la ingesta de los animales. Y es muy posible que una porción importante de ellas sean producto del cambio de vocación del terreno, es decir, humedales que se secaron o bosques que se talaron para ampliar la barrera ganadera, distorsionando ecosistemas y cultivos.

Esta actividad económica actualmente ocasiona cerca del 14 por ciento del total de las emisiones de gas metano (uno de los gases de efecto invernadero más contaminantes), que procede de la fermentación entérica y el estiércol. Y es solo una muestra de cómo un sector está incidiendo de manera drástica en el cambio climático.

Para unos, ser vegano es cuestión de filosofía por el cuidado del medioambiente y, sobre todo, respeto por otras especies al no consumir ningún producto de origen animal. Otros señalan que ser vegetariano es sinónimo de responsabilidad, porque si bien no comen carne, sí ingieren leche y huevos, entre otros, lo que les permite tener un régimen de vida que es aplaudido por unos y criticado por otros pero que, en últimas, es una cuestión que impacta la salud, la economía y la sostenibilidad del medioambiente.

Quienes son críticos de las posiciones sobre ser veganos o vegetarianos advierten que ingerir carnes atiende a razones culturales, sociales, históricas y, al placer, gastronómicas. También a espacios de celebración que unen a las personas en función del licor, la música y la comida, que terminan estimulando unas dinámicas consumistas, sin pensar en los riesgos ambientales.

El problema es que la ganadería pone en riesgo al mundo. Y no se trata de entrar en el debate de si deberíamos ser veganos o vegetarianos, sino de tener consciencia de nuestros hábitos alimenticios, pues pueden impactar de manera positiva a un planeta en el que estamos llamados a la activación y la reflexión, si queremos que la humanidad siga existiendo.

Hoy todos podríamos convertirnos fácilmente en flexitarianos, es decir: basar la alimentación en frutas y verduras, con la posibilidad de comer carne, pescado o sus derivados ocasionalmente. Es más, con dejarlos una sola vez a la semana se disminuiría la demanda de lácteos y cárnicos y los empresarios buscarían otras alternativas de productos para vender, lo que llevaría a que se reduzca la ampliación de los potreros y la tala de árboles.

Incluso, estamos en el momento de estimular la ganadería sostenible, pues es posible realizarla de una manera en la que se integren árboles, el forraje y los animales usados para ese fin. Es una apuesta de negocio en la cual debería avanzarse en el mundo entero, indistintamente de los cambios que debemos dar en nuestra cotidianidad.

Colombia es el segundo país con mayor biodiversidad en el mundo y esta es una ventaja competitiva con respecto a otras naciones que desearían gozar de nuestra riqueza natural. Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), más de 34,8 millones de hectáreas son destinadas en el país para el ganado, cuando solo 15 millones de hectáreas, aproximadamente, cuentan con suelos aptos para tal fin. Adicionalmente, se ha indicado que el 54 por ciento de nuestras tierras tienen vocación de suelos forestales y allí, justamente, está la fauna -con cientos de especies vivas- y la flora -que podría ayudar a mitigar los impactos del cambio climático-.

Entre todos podríamos evitar que nuestra mayor riqueza, la natural, no se pierda. Pequeños cambios en nuestra vida diaria tienen la posibilidad de convertirse en grandes aportes para la conservación de nuestro planeta: ¿Qué tal si, entre todos, disminuimos el consumo de carne al menos una vez a la semana y así ayudamos al cuidado del mundo entero?

*Director del Área Metropolitana del Valle de Aburrá