John Fernando Restrepo

Por: John Fernando Restrepo Tamayo

Con acierto, tino y sensatez la Corte Constitucional resolvió un caso que el Congreso, de manera desobligante y cobarde, había engavetado por temor a las consecuencias electorales: el matrimonio igualitario. La importancia de la Corte Constitucional no tendría lugar si el Congreso hiciera con mística lo que la Constitución le ordena: hacer las leyes. Entender el espíritu de la época y reconocer en juicios hipotéticos la protección de derechos básicos de todos los asociados, independientemente de la orientación sexual, raza, credo, filiación política o criterio filosófico. El primer lugar institucional donde debió librarse la reivindicación de derechos la comunidad LGBTI ha debido ser el Congreso. Allí está pueblo representado. Y sus congresistas han debido incluir el tema en la agenda desde hace mucho tiempo. Han debido ocuparse de esta exigencia legítima, necesaria y universal. Pero no fue así. El Congreso reguló la materia, contenida desde una ley de 1887, según la época y la mayoría. Quiza ahí esté la razón de haber excluido a las parejas del mismo sexo. El error no es la norma en sí sino conservarla de manera irrevocable a pesar del tiempo y las denuncias sociales y culturales.

Los tiempos cambian. Y con el tiempo las costumbres, los valores, los paradigmas y las formas de ver el mundo. El error del Congreso estuvo en no advertir dicha transición. Razón por la cual debió acudirse a la Corte Constitucional. Y entre ires y venires la Corte Constitucional empezó a advertir que cada vez había menos argumentos para negar la pretensión de las parejas del mismo sexo que querían acudir a la institución del matrimonio. En un primer momento la Corte Constitución también se vio intimidada y se declaró inhibida para pronunciarse; luego apeló a la responsabilidad legislativa de atender el problema; luego exhortó al Congreso de que se ocupara del tema. En el medio de tantas frustraciones fue dando pinceladas conducentes a su reconocimiento pero no se atrevía a dar el salto decisivo. Parecía conformarse con haber reconocido la unión marital de hecho. Como matrimonio, pero no tal. Luego creó la figura de la unión solemne. Otra vez, como matrimonio, pero no tal.

Y al final de cuentas, atendiendo varios derechos fundamentales: la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, la no discriminación por asuntos atinentes a la preferencia sexual, la Corte Constitucional, sin más evasivas culturales o políticas hizo lo que la Constitución le ordena: preferir la Constitución sobre la ley. (Ahí queda resuelto por qué preferir el derecho a la no discriminación y no conservar mandato legal que explícitamente requiere ser hombre y mujer para poder contraer matrimonio, contenido el artículo 113 de Código Civil), sumado a esto, preferir la protección de los derechos de la parte más vulnerable (Población LGBTI en medio de una multitud homofóbica).

Por más alharaca que despliegue la versión tradicionalista de esta sociedad es posible asentar que esta Sentencia es conforme a derecho. Si fuera política atendería el sentir mayoritario de negar dicha posibilidad por el simple hecho de tener una orientación sexual diferente a la mayoritaria. Este tipo de sentencias tienen lugar cuando se toman en serio los derechos constitucionales; cuando se abre la compuerta para exigir tratos más iguales y cuando el órgano encargado de asegurar la filosofía garantista de la Constitución corrige la omisión legislativa de atender a una población que se ha esforzado por exigir lo que la Carta le confiere: que la dignidad no tenga precio, que la igualdad sea posible y que la tolerancia tenga cabida. Y si la mayoría se opone, debe advertir que entre otras transiciones ocurridas en estos tiempos, la democracia se corrige de la misma democracia cuando se asegura que las mayorías políticas no salgan desbocadas a triturar los derechos de las minorías.