Por: Gustavo Salazar Pineda
En estos días previos al cese definitivo de fuego, desarme y reincorporación a la vida civil y política del grupo guerrillero más longevo del mundo, en los cuales el presidente de turno con sus áulicos nos venden la falsa idea que todos los males de Colombia radican en las Farc, discurso retórico parecido a los gobernantes de hace tres décadas, quienes nos decían demagógicamente que los males de Colombia se debían a Pablo Escobar y un puñado de narcotraficantes, es interesante recordar que a lo largo de la historia han sido la ambición, la codicia, la envidia y el ansia de enriquecimiento súbito lo que ha traído guerras, miseria y graves desórdenes sociales. Auscultando someramente los datos de otras épocas y las crónicas de lo que acontecía antes encontramos que la humanidad ha vivido relativamente en paz hasta que unos cuantos rufianes y pillos enquistados en los órganos del gobierno de las distintas sociedades y en diferentes estados, se han refugiado en los cargos bajo el disfraz de ayuda a la población y mejoramiento de las condiciones de vida de las masas empobrecidas, pero cuyo móvil único y principal es el de utilizar el poder para saquear las arcas públicas.
Los pueblos del mundo vivieron bien, con limitaciones pero con dignidad durante mucho tiempo hasta que aparecieron los llamados políticos que hicieron de la función pública la herramienta para atesorar dinero que le pertenece a cada nación.
Escasos y excepcionales han sido los políticos en el mundo que han hechos de sus cargos el motor de ayuda a los necesitados. En América abundan los populistas enquistados en el poder que promeseros a ultranza, engañan a los ciudadanos ofreciéndoles una mejoría en sus condiciones de vida. En Colombia sí que han sido poquísimos los políticos y gobernantes que no han defraudado a sus connacionales. Quizá los más repudiados no han sido los aventajados del saqueo al erario público. Escuchaba en el pasado puente una gran entrevista que Paulo Laserna le hizo al gran caricaturista Vladdo, personaje agudo, quien acertadamente afirmó que Alvaro Gómez Hurtado fue derrotado en las elecciones de 1974 con las mismas tesis que en el 2002 llevaron al poder a Alvaro Uribe Vélez y que volvió a perder las elecciones con César Gaviria con los postulados programáticos de gobierno con los que llegó a la presidencia otro político connotado de Colombia. Lo anterior, para demostrar que el arte de la política es el de hacer propuestas populistas en el momento coyuntural indicado, para lo cual se vale el candidato de una situación especial para obtener el triunfo. En consecuencia, las ideas, los debates y las propuestas se diluyen en el mar del caos del momento que vive la nación.
En estos tiempos no gana el mejor candidato ni el que tenga mejores propuestas, sino el que sepa manejar mejor su imagen y sepa utilizar los medios masivos de comunicación a su favor. Los buenos políticos, que los ha habido, como Antanas Mockus y Alvaro Gómez Hurtado, en los últimos años, han sabido diseñar un estado moderno y menos corrupto, pero otros han llegado al poder jalonados por la política de derrotar a los grupos guerrilleros o pactar la paz con ellos, en eso nos hemos gastado cuatro décadas, de allí que estemos confusos y poco optimistas con el presente y futuro cercano.
Fueron los policastros y gamonales quienes nos llevaron a la violencia partidista, brutal y sangrienta de los cincuentas, que hubo de parar con el pacto de Sitges y Benidorm entre conservadores y liberales, abanderados por Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo, acuerdo que condujo finalmente a la repartición burocrática a medida del bipartidismo, fenómeno conocido como el Frente Nacional.
Muchos políticos hicieron la guerra bajo las banderas azules y rojas sembrando miseria y zozobra en los colombianos para quedarse con las tierras de los campesinos y lanzarlos a las ciudades en calidad de obreros. Chusmeros, pájaros y caciques o gamonales regionales de la política se unieron para hacer de la violencia y la guerra el mejor negocio. Cóndores no entierran todos los días fue el título de una novela genial de Gustavo Alvarez Gardeazábal, llevada al cine y a la televisión que prueba lo que aquí escribo.
El matrimonio del bandidaje con muchos políticos encuentra en algunos casos explicación en los procesos criminales famosos de Colombia, el llamado 8000 y la parapolítica; ha habido excesos de la corte suprema, pero en algunos casos esas alianzas ilegales se dieron.
El demonio de la política ha pervertido las sociedades y las naciones que antes eran pacíficas y prósperas e insisto que debe entenderse por político no solo aquel que se lanza a las corporaciones públicas, sino aquellos que hacen del poder un objetivo conquistable a base de intrigas, promesas y corrupción. Caben allí algunos magistrados, unos cuantos jueces y no pocos fiscales.
Para que mejore un país o una nación debe regularse de manera más adecuada y ponderada el ejercicio de la política. Mientras tanto habremos de darle la razón al inteligente estadista del siglo XIX, el ya citado en esta columna, Mariano Ospina Rodríguez, quien tuviera una genial visión de esta actividad pública al escribir:
“El demonio de la política que divide familias, que siembra y cultiva la desconfianza, el odio y el rencor entre región y región, entre pueblo y pueblo, entre hogar y hogar, que envenena las dulzuras de la vida privada, que mantiene todos los ánimos en estado de constante inquietud y alarma, que turba y paraliza los negocios …… el demonio de la política, que embota los nobles y generosos sentimientos de la humanidad y hace brotar y crecer cuanto hay en ella de antipático y antisocial; que lanza a los campos de batalla, no solo a los hombres crueles y rapaces que se deleitan en derramar sangre humana y en arrebatos y en destruir la propiedad ajena, sino hasta el labrador pacífico y honrado, a quien horrorizan la matanza y el saqueo ….. que hace de la vida una continua y atormentadora pesadilla y que ofrece en lo por porvenir un tenebroso caos de inseguridad …… ”. Lo dijo un hombre público y hoy le tenemos que conceder indudablemente la razón. ¡Juzgue el lector!