Aldrin García Balvin, director de Totus Noticias.

Por: Aldrin García – Director de Totus Noticias

Al escuchar la homilía del cardenal Giovanni Battista Re, de 91 años y decano del Colegio Cardenalicio, no pude evitar conmoverme profundamente. Aquel anciano cardenal, con voz serena y temblorosa, fue hilando un retrato espiritual del Papa Francisco que caló hondo en mi alma. Sus palabras resonaban bajo el cielo de Roma como un eco de amor y gratitud, y sentí que cada frase llevaba consigo el peso de una Iglesia entera despidiendo a su pastor. En medio del dolor por la pérdida, la homilía nos envolvió en una atmósfera de paz esperanzadora, como si el mismo Francisco nos hablara al corazón a través de su hermano cardenal. Era imposible no derramar alguna lágrima al experimentar ese momento: lágrimas de pena por la partida del Papa, pero también de gratitud por el regalo de su vida y su testimonio entre nosotros.

El discurso de Re destacó, ante todo, la misericordia como hilo conductor del pontificado de Francisco. En palabras del propio cardenal, “el Papa Francisco siempre puso en el centro el Evangelio de la misericordia”, recordándonos que Dios “no se cansa de perdonarnos”​. Efectivamente, la misericordia fue el pilar fundamental de este papado: Francisco predicó incansablemente el perdón y la compasión, y lo hizo no solo con palabras sino con gestos concretos de acogida.

No es casual que convocara un Jubileo Extraordinario de la Misericordia en 2016, subrayando que la misericordia es el corazón del Evangelio para la Iglesia. Al escuchar en la homilía estas verdades, mi mente viajaba por tantos momentos en que el Papa nos habló del Dios que perdona siempre, del Padre que espera al hijo pródigo. La insistencia de Francisco en la ternura y el perdón de Dios logró que muchos volvieran a casa; él nos enseñó que ninguna herida del alma es demasiado grande para la infinita misericordia divina.

Cardenal Giovanni Battista Re

El cardenal también pintó con claridad la imagen de la Iglesia que Francisco promovió: una Iglesia como “una casa para todos; una casa de puertas siempre abiertas”​. Esa frase, proclamada en la homilía, me golpeó el corazón con fuerza. Francisco soñó con una Iglesia sin exclusiones, que no fuese fortaleza cerrada sino hogar con las puertas de par en par para quien quisiera entrar. Iglesia en salida, solía decir él, y verdaderamente lo vivió. Bajo su guía, la Iglesia se esforzó por derribar muros de indiferencia y abrir caminos de encuentro. Al evocar Re esta “casa de puertas siempre abiertas”, pensaba en cómo Francisco invitó a volver a tantos que se sentían lejos: divorciados vueltos a casar, personas heridas por la vida o alejadas de la fe, jóvenes confundidos… todos tenían un lugar en la mesa del Señor. Esa visión de apertura la percibimos desde sus primeros gestos como Papa, y hoy, al escuchar la homilía, sentí un renovado orgullo de pertenecer a esta Iglesia más abierta, más inclusiva, más al estilo de Jesús de Nazaret.

La homilía de Re lo definió certeramente como “un Papa en medio de la gente con el corazón abierto hacia todos”​. En otras palabras, Francisco fue un pastor que abrazó a todos sin excepción. Mientras el cardenal pronunciaba esas palabras, no pude evitar recordar tantas escenas imborrables: el Santo Padre deteniendo el papamóvil para estrechar la mano de un enfermo, besando con delicadeza el rostro deformado de aquel hombre cubierto de tumores, abrazando a niños y ancianos con igual amor. ¿Quién no recuerda el conmovedor abrazo del Papa a un hombre gravemente enfermo de la piel, imagen que dio la vuelta al mundo y mostró la compasión tangible de este pastor? Con su cercanía derribó barreras de protocolo y nos enseñó que el Evangelio se predica también con un abrazo, con una caricia al que sufre. Francisco caminó entre el pueblo con una espontaneidad desarmante: sonreía, reía y lloraba con la gente, haciéndonos sentir que la figura del Papa dejaba de estar en un trono distante para ponerse a la altura de nuestros ojos. Esa cercanía personal la destacó el cardenal en la homilía, y al oírlo yo asentía con el alma: realmente Francisco fue un pastor con olor a oveja, un padre para todos, un amigo de cada alma que buscaba consuelo.

Otro punto central de la homilía fue la defensa de los pobres, causa a la que Francisco consagró su vida. “También fue constante su insistencia en actuar a favor de los pobres”, recordó el cardenal​, y cómo negarlo: desde el inicio de su pontificado, Francisco se declaró abiertamente cercano a los últimos, a los descartados de la sociedad. Eligió el nombre de Francisco precisamente por san Francisco de Asís, el santo de los pobres, marcando desde el primer momento su programa de servicio humilde. En la homilía se mencionó su primer viaje apostólico, a Lampedusa –“isla símbolo del drama de la emigración”​–, donde el Papa lloró por los migrantes muertos en el mar y nos urgió a no permanecer indiferentes. Ese recuerdo me estremeció: Francisco hizo visible el sufrimiento de los refugiados, de los sin techo, de los que nada cuentan. Con gestos sencillos, como instalar duchas para indigentes junto al Vaticano o celebrar su cumpleaños rodeado de gente sin hogar, mostró que la opción por los pobres no era para él un eslogan, sino el pulso mismo del Evangelio. Al escuchar al cardenal enumerar estas acciones, sentí un profundo orgullo de iglesia y a la vez un desafío personal: la voz de Francisco sigue llamándonos a amar “una Iglesia pobre y para los pobres”, como él mismo expresó una vez.

Asimismo, el cardenal Re subrayó en su homilía el ímpetu por la paz que caracterizó a Francisco. Recordó su constante clamor pacífico, señalando cómo el Papa “elevó incesantemente su voz implorando la paz” en un mundo desgarrado por conflictos. Estas palabras provocaron aplausos espontáneos en la plaza de San Pedro, pues en ese momento teníamos presentes a líderes de muchas naciones y todos reconocíamos la autoridad moral con que Francisco había denunciado la locura de la guerra. Yo mismo aplaudí con fuerza, conmovido al evocar las veces en que el Papa, casi con lágrimas en los ojos, suplicó el fin de la violencia en Siria, en Ucrania, en tantas tierras de dolor. Nunca le tembló la voz para decir verdades incómodas: “la guerra no es más que muerte de personas y destrucción”, repetía, exhortándonos a la sensatez y al diálogo.

En la homilía se recordó incluso uno de sus lemas más célebres, “construir puentes y no muros”, esa invitación suya a la fraternidad por encima de las divisiones​. Al oírlo mencionado, sentí de nuevo cuán revolucionaria fue su propuesta en un mundo tan polarizado: Francisco nos instó a tender la mano al enemigo, a derribar las fronteras del odio y a ser artesanos de paz en la vida cotidiana. Su voz pudo detener bombardeos con una jornada de oración y ayuno, como ocurrió en 2013 ante la inminencia de la guerra en Siria –otra escena que vino a mi memoria–. Ese era nuestro Papa de la paz, y la homilía le rindió un justo homenaje como incansable pacificador en medio de un mundo en conflicto.

Finalmente, la homilía destacó la cercanía de Francisco a los heridos de la vida. Re evocó la vívida metáfora de la Iglesia como “hospital de campaña” levantado tras la batalla, lleno de heridos a los que atender​. Esa imagen, tan querida por el Papa, cobró vida en sus obras: Francisco se inclinó ante el dolor humano para ungirlo con la misericordia. “Una Iglesia capaz de inclinarse ante cada persona, más allá de todo credo o condición, sanando sus heridas”, dijo el cardenal​, y mi mente volvió a tantos gestos del Papa hacia los enfermos, los discapacitados, los presos, los adictos, los que cargan traumas y penas. Él mismo parecía un médico del alma, aplicando el bálsamo del cariño donde había soledad y desesperanza.

Papa Francisco

La homilía recordó, por ejemplo, su arriesgado viaje a Irak, describiendo cómo fue “un bálsamo sobre las heridas abiertas” de un pueblo martirizado por la guerra​. Imaginar al Papa en medio de las ruinas de Mosul, consolando a los cristianos perseguidos y a las víctimas de la violencia, me erizó la piel. Francisco tenía esa valentía: ir a las periferias geográficas y existenciales para llevar el abrazo de Dios a quienes más sufrían. Cuántas veces lo vimos detenerse con pacientes terminales, escuchar los sollozos de quienes habían perdido familiares, o lavar humildemente los pies de reclusos –hombres y mujeres, cristianos y no cristianos– en cada Jueves Santo. Su cercanía a los heridos no conoció límites ni prejuicios. Al oír en la homilía estas anécdotas y figuras, sentí una suave brisa de consuelo: la vida de Francisco fue en sí misma una homilía de compasión para los heridos del mundo, y ese mensaje quedó grabado en el corazón de la Iglesia.

Culminada la homilía, quedé en silencio, meditando todo lo que acabábamos de escuchar. Aquellas palabras de despedida no solo alababan al Papa fallecido, sino que nos confrontaban a cada uno de los presentes (y diría que a cada creyente) con una pregunta: ¿estamos dispuestos a continuar el camino que Francisco nos señaló? Sentí dentro de mí un fuego sagrado, una mezcla de dolor y determinación. El cardenal Re, con su voz pausada, había logrado convertir el repaso de la vida de Francisco en un llamado vivo y personal. Mientras miles de fieles guardábamos un sobrecogedor silencio, comprendí que el mejor homenaje que podíamos rendirle al Papa Francisco era hacer nuestro su legado. Su pontificado fue como una siembra abundante de semillas de Evangelio –misericordia, servicio, humildad, justicia, paz, encuentro– y ahora esas semillas nos corresponden a nosotros regarlas con nuestra vida.

En mi interior elevé una oración sencilla: “Gracias, Señor, por habernos dado un pastor como Francisco; ayúdanos a nosotros a ser dignos de su ejemplo”. Pues al final de esa emotiva ceremonia, más que tristeza sentí una profunda paz. El Papa Francisco partió a la Casa del Padre, pero su espíritu quedó vivo entre nosotros de una manera palpable. Ahora nos toca a los fieles mantener viva la llama que él encendió. No podemos dejar que sus enseñanzas se queden en el papel o en el recuerdo fugaz de un día; debemos traducirlas en acción diaria.

Mantengamos vivo su legado de misericordia siendo misericordiosos con nuestros prójimos, abramos de par en par las puertas de nuestras comunidades –y de nuestros corazones– como él nos pidió, seamos la Iglesia samaritana que sale al encuentro de quien sufre en el camino. Si algo nos enseñó esta homilía final, es que Francisco no ha muerto del todo: vive en cada gesto de amor que se inspira en él. Que no se apague en nosotros el impulso de defender al pobre, de construir la paz, de abrazar al herido.

El Papa solía concluir sus mensajes diciéndonos: “No se olviden de rezar por mí”. Hoy, al despedirlo, le decimos: querido Francisco, no te olvides de nosotros desde el cielo, y ayúdanos a caminar siempre adelante. Y a nosotros, aquí en la tierra, no nos olvidemos de vivir lo que él nos enseñó. Esa será la mejor oración y el mejor homenaje.