Por: Eugenio Prieto Soto

Entre las huellas imborrables de mis primeros años de militancia política, guardo la portada de una revista de circulación nacional, que sobre un evidente fondo negro tituló con dolor: “¡A este país no hay diablo que se lo lleve!”. La edición lamentaba el magnicidio del candidato presidencial de la Unión Patriótica, el dirigente sindical Jaime Pardo Leal. Antes que él, al mismo tiempo y después de él, en otros lugares del territorio patrio, cada día eran amenazados y asesinados líderes del Nuevo Liberalismo, dirigentes del Partido Liberal y de la UP, miembros del conservatismo, voceros sindicales y miembros de organizaciones sociales. Los nombres de los mártires que pensaron diferente, se han sucedido por años hasta formar una lista de pesadilla que podría llenar las páginas de esta edición, y faltaría espacio.

 

La perversa mezcla de irrespeto por las ideas distintas, desprecio por la vida de los contradictores, riqueza fácil generada por el narcotráfico y pérdida de norte ético, derivó en el surgimiento de genocidas vestidos de guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y hasta miembros de las fuerzas del Estado. Los unió su desesperado afán por asesinar a todos los que se oponían a sus perversas prácticas, mucho más si eran hombres de ideas: Pardo Leal, Lara, Galán, Héctor Abad, Pizarro, Álvaro Gómez, Bernardo Jaramillo, Guillermo Gaviria, Gilberto Echeverri, y miles de seres humanos víctimas del mismo genocidio contra los colombianos que soñaron con un mejor país y usaron la palabra para proponer construirlo. 

Esta semana fui sorprendido, y no gratamente, con la noticia de que sólo con el riesgo de preclusión del proceso penal por la muerte de Luis Carlos Galán, la Fiscalía logró entender que ese magnicidio y el de Rodrigo Lara, así como los atentados contra Enrique Parejo y Eduardo Villamizar, y las amenazas y asesinatos de decenas de militantes en todo el país, eran parte del mismo sistemático afán de exterminio del Nuevo Liberalismo como corriente de pensamiento que clamó por la renovación de la política, la lucha contra la corrupción y el narcotráfico, y la ampliación de las oportunidades para los colombianos. ¿Necesitaron veinte años para ver lo evidente?  

También me asustaron los colombianos que casi se indignaron porque se considerara al asesinato sistemático de ese grupo político por una perversa alianza de narcotraficantes, paramilitares y dirigentes políticos interesados, como un crimen de lesa humanidad, como si hacerlo borrara otros que el mundo reconoce, que Colombia lamenta, y que es preciso reparar, como los cometidos contra militantes de la UP en los años ochenta y contra el movimiento sindical en los años noventa. Muchos valores quedan interrogados cuando las mismas víctimas reclaman que se les divida, se les segregue, se marquen aquellos que deben ser catalogados como más victimizados y los que deberían ser señalados como menos víctimas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el pueblo judío padeció la más atroz persecución que la humanidad recuerde. Aunque hoy la política israelí tiene dificultades en su concepción sobre el manejo del Estado, en sus relaciones con el resto del mundo y ni hablar de las profundas diferencias entre los más ortodoxos y aquellos que definitivamente se han separado de la ley y la tradición, sus diferencias, sin embargo, desaparecen cuando, como pueblo se levantan como un solo hombre para exigir al mundo que no olvide su sufrimiento, que impida que se repita esa historia. Es tal su fuerza que aun en muchas ciudades europeas se suceden juicios y condenas por colaboración con el movimiento nazi. Traigo a colación al pueblo judío, hoy tan controvertido en el mundo por su actuación frente al pueblo palestino, porque entre los judíos no se sienten víctimas de primera o de segunda, no se pelean derechos ni se atropellan dignidades, todos son un pueblo unificado en la batalla por no repetir aquella época negra de la historia. 

El reclamo por el fin de la impunidad, el llamado por los derechos de las víctimas, la búsqueda de la reparación, no encontraran oídos dispuestos en el país y el mundo si se conserva ese afán perverso por dividir, excluir, separar. Es justo que además de la Fiscalía colombiana, las instancias internacionales consideren estos genocidios señalados, los recientes contra los pueblos indígenas, el de los pobladores del Magdalena Medio, no sólo para perseguir o sancionar, sino para coadyuvar al enorme proceso de reconstrucción de país, de tejer confianzas y de reparación a las víctimas, que ha de comprometer a todos los responsables de la tragedia colombiana. 

Y como dijo el presidente Barco en memorable discurso ante Naciones Unidas en 1989, en Colombia las víctimas lo son de los vendedores internacionales de armas, de los vendedores internacionales-sobra de precursores químicos, de los compradores de drogas en las calles del mundo. El mundo no es víctima, es corresponsable de los crímenes que nos han asolado. Así nos parezca que las distancias ideológicas que los separaban eran insalvables, necesitamos valentía para reconocer que dirigentes políticos, líderes sindicales, líderes étnicos, murieron víctimas del mismo genocidio y que por ello, todos merecen justicia en Colombia y reconocimiento y reparación del mundo que ha sido corresponsable de nuestra gran tragedia humanitaria. Tras el paso adelante que ha dado en el proceso por hacer justicia a la muerte de Luis Carlos Galán, la Fiscalía hasta ahora asume la ineludible responsabilidad de ser punta de lanza contra la impunidad en estos crímenes de lesa humanidad.