Por: Jaime Jaramillo Panesso

Manuel Mejía Vallejo es un escritor símbolo de la región andina de Colombia y del mejor español de nuestra nación. Murió hace 14 años y nació hace casi 90 en un pueblo precioso: Jericó, Antioquia. Tenía un perro y una casa de campo. Les cuento una historia de amor filial.

En el camino hacia el El Retiro, un pueblo cercano a Medellín, cuya vida de antiguos campesinos bien narra Eduardo Peláez en su novela Desarraigo, hay un desvío hacia una colina donde existe Ziruma, la vieja casona donde vivía Manuel, acompañado de begonias y hortensias, de antiguas maderas secas en los barandales, de risas y comentarios de sus amigos que con frecuencia armaban un aquelarre de anécdotas, chistes, opiniones literarias, bambuqueras melodías y abrazos meñiques a las niñas de Manuel que crecían con orejas abiertas a tanta oferta de los adultos conversadores.

Manuel era un escanciador de ron con gaseosa oscura y para reafirmar su gusto espirituoso  bautizó, con derrame de agua pura tomada de la acequia, a su perro labrador, con el nombre de Ron. Animal de buena talla, de pelambre dorada y serena presencia, solo ladraba ante sospechosos movimientos en las afueras de la casa, pero comprendía sin reservas la llegada de personas amigas o de vecinos interesados en saludar a su amo. Ron se llamaba, pero no tomaba ron.

Manuel avanzó sus años de interlocutor animoso con sus alumnos de literatura en la Biblioteca Piloto donde ejercía la magistratura de la palabra en un taller que agrupaba a aprendices del arte escritural y de la amistad. Ya lo había hecho, con el rigor del profesor en la Universidad Nacional, por tantos años que lo jubilaron.

Pero Manuel Mejía Vallejo guardaba sus silencios y dolores para estrujarlos en las noches frías de Ziruma, contra el cuerpo solidario de Ron, su perro fiel, porque todo perro es fiel e interactivo, como el mejor amigo, como el más cercano de los hijos. Más aún: cuando Manuel enfermó y las neuronas mermaron el flujo de la palabra y de la movilidad, Ron multiplicó su ayuda de enfermero ad hoc del escritor, aunque podemos deducir, con permiso de los lingüistas, que Ron no aprendió a leer, pero si a sentir. Y supo algún día que el corazón de Manuel Mejía Vallejo, se apagaba, se dormía para siempre sobre esa cama grande que compartían, en medio de las sábanas blancas y arrugadas en una pieza pintada de blanco, con un escaparate de abuela y con un pantuflas estacionadas en un rincón que Manuel usó cuando podía caminar. Ron no pudo dar calor a un cuerpo amigo que se enfriaba en aquella hora de la fuga, de la gran partida en que Ziruma se quedaba sin patrón, sin silbidos y sin canciones.

Horas más tarde Ron continuaba en un rincón desconsolado. Baja la cabeza, muy baja a en medio de sus patas delanteras todo su cuerpo sobre el suelo casi helado de Ziruma. De pronto, como tocado por una descarga de tábano eléctrico, Ron saltó. Y siguió saltando y saltando con una expresión gutural en su garganta de perro enloquecido hasta que cayó muerto. En esos mismos instantes, a esa misma hora, el cuerpo inerte de Manuel Mejía Vallejo era incinerado.