Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

No puede ser bienaventurada ni feliz una sociedad que no está cimentada en un buen sistema familiar y no puede ser alegre el hogar que no tenga un papá y una mamá que sepan jugar sus roles con devoción, apostolado y amor filial por los suyos.

El desbarajuste social, la alarmante ola de violencia y criminalidad y todas las plagas de esta materialista y alocada jungla humana de esta época se debe a que padres, maestros, jueces, policías, gobernantes, sacerdotes y demás miembros importantes de la célula social han olvidado y descuidado los modélicos y paradigmáticos papeles que cada uno desempeñaba en tiempos de nuestros padres, abuelos y demás antepasados.

Más apacible y feliz era el mundo del ayer aun sin tanto confort ni el nivel de vida que tiene el de estos tiempos. Quizá rígido, patriarcal e impositivo era el hogar de nuestros ascendientes, posiblemente no había tanta libertad o libertinaje para los hijos; probablemente se trataba de una dictadura para los hijos impuesta rigurosamente por padres y madres, pero pocos osarían negar que los hijos de antes eran más educados, menos groseros, más respetuosos con sus progenitores y superiores y en general se guiaban por el decálogo de Moisés, tabla moral de comportamiento que conjuntamente con las obras de misericordia y otras virtudes cardinales y teologales jamás podrán ser superadas como ejemplos y modelos del recto vivir.

El ideal de vida familiar como el de épocas no muy lejanas constituía el baluarte de una sociedad menos violenta, más justa y que marchaba bien, muy a pesar de las miserias humanas físicas y psicológicas que padecía.

Los patriarcas de antes sin ser santos tenían la intuición y la inteligencia para elegir como madres de sus hijos y regentadoras de sus hogares mujeres tiernas, mamás que ejercían el noble apostolado con el instinto natural de las hembras de la naturaleza y verdaderas ministras del manejo económico de la familia, pues sabían administrar con desbordante sabiduría el estrecho peculio hogareño y el escaso dinero cotidiano para la manutención de los miembros de su descendencia. Al igual que las especies más conocidas del mundo animal que cuidan con amor y valentía a sus cachorros, las multigestantes madres del ayer sabían como criar sin remilgos y sin exagerados mimos sus niños y les bastaba un regaño, una sonrisa, un grito, una palmada para frenar sus caprichos y arrebatos infantiles; no delegaban como las madres de hoy en otras mujeres la crianza de los suyos y para ellas su mayor orgullo y satisfacción plena consistía en ejercer la maternidad y el cuidado de su numerosa prole con amor y gozo profundos. No aspiraban a ser las super mamás o mujeres supuestamente maravillosas de hoy que juegan a ser exitosas ejecutivas, cumpliendo a la vez su misión de madres con lo que no logran ser felices ni en lo primero, ni la nobilísima misión para la que las concibió la naturaleza.

Los chinos, que tienen arraigado el concepto más digno de lo que constituye una familia, se consideran fracasados en la misma crianza de sus hijos si estos son desadaptados o indignos y su máxima gloria como padres la fincan en tener hijos respetuosos, buenos ciudadanos y considerados, gratos y amables con sus padres y demás miembros de la sociedad.

Qué lejos están los papás de esta era digital que buscan afanosamente distraer a sus hijos menores regalándoles juguetes electrónicos descuidando su educación y su formación y dándoles la atención, el cariño y la ternura que hasta los animales más bajos de las especies no racionales brindan a sus cachorros.

Nuestras bisabuelas, abuelas y madres tenían como máxima el amor, además su hermosura natural no siliconada de la de los tiempos actuales, ser reinas poderosas de su hogar. Matronas hay y hubo en España, Colombia y otros países que aspiraban y aspiran solamente a ejercer su reinado hogareño y su máxima presea y distintivo galardón no es otro que tener una familia unida a su alrededor digna y ejemplar para los suyos y la sociedad. No aspiraban ellas a ser Helenas, Cleopatras, Lucrecias y demás mujeres famosas en el mundo, sino que se sentirse satisfechas y realizadas al ver felices a los de su prosapia o linaje. Matronas, damas y mamás fueron las de nuestros lares y comarcas. Papás ausentes del hogar fueron los nuestros, pero presentes siempre para cogobernar el hogar y entre ambos ejercían la autoridad familiar sin que el uno desautorizara al otro; ni ella ni él formaban y educaban a los infantes, salvo excepciones escasas, ni en la demasiada disciplina ni en el exagerado mimo que es la base formativa de los niños y adolescentes de hoy.

Todo el armonioso ambiente hogareño de las familias de antaño se ha venido deteriorando desde que vientos de liberación femenina soplaran a mediados de la centuria pasada y se trocaran medulares valores de nuestros ancestros por otros que privilegian la comodidad, el confort y la tecnología despreciando caros e irremplazables conceptos morales inapreciables del ayer. Por eso la humanidad va camino de un despeñadero que o parece tener fin.