Por: Gustavo Salazar Pineda
Dice un proverbio turco: “Si Alá te da autoridad, también te dará inteligencia necesaria para que sepas mandar” (Paul Tabori).
La voz del pueblo, a través de dichos y máximas, afirma que no siempre hay que fiarse de lo que se expresa en un proverbio por cuanto ello aplica en algunos eventos, no siempre hay que fiarse de estos conceptos que se convierten en una generalización sujeta a error. Al menos en lo que corresponde a Colombia y la misma Venezuela, las autoridades en muchos casos han dado muestras de lo inapropiado de la sentencia turca, el dicho del antiguo imperio Otomano se puede aplicar en muy pocos casos. Excepcionales mandatarios han tenido nuestras dos naciones mencionadas que brillen por su inteligencia y sobresalgan en el difícil arte de gobernar. En cuanto a los sabios magistrados de la justicia del vecino país y del nuestro, que antes eran la regla general, en estos tiempos lo que se impone es la existencia de un mínimo de ellos dotados de intelecto, seso y cacumen para para impartir justicia con sabiduría y ecuanimidad y brillan por ser mayoría los que se dejan llevar por impulsos egoístas y emocionales que les nubla la razón a la hora de dictar fallos que tienen una trascendencia internacional.
Lo ocurrido en la patria de Bolívar con la condena política, vergonzosamente contraria a derecho, proferida contra el opositor Leopoldo López, alcanza el más alto grado de atentado contra el más elemental principio de justicia recta y colmada de probidad por quienes la firmaron. Los tribunales internacionales no demoraron en calificarla de violadora de múltiples tratados internacionales y recomendar sanciones para el estado venezolano. Quizá en un futuro no muy lejano se desvanecerá este frágil y deleznable fallo como le sucederá al régimen impopular y represivo del comediante que pretende hacer las veces de presidente de una nación desinstitucionalizada y desbordada política, económica y socialmente.
Lo dicho para Venezuela es aplicable cada vez a lo que sucede con nuestra justicia penal a su nivel más alto, esto es, en la elevada instancia ejercida por la Suprema Corte. En lo referente a la justicia, para no referirme a otras ramas del poder público, bien pudiera ser destinataria de las siguientes sabias palabras del citado Tabori, de esta desinstitucionalizada Colombia de estos tiempos, podemos pregonar sin peligro de equivocarnos que el diagnóstico de su operatividad depende más del golpe de opinión de las presiones mediáticas que del buen juicio y la acertada sindéresis de la justicia. Dice Tabori: “Por lo que se refiere a la burocracia, la adquisición de autoridad muy frecuentemente determina la pérdida de inteligencia, la atrofia de la mente y un estado crónico de estupidez. Pero, sea cual fuere su edad o el país que desempeñen sus funciones, tan pronto se apoderan de un escritorio y un mueble para archivo de papeles, les ocurre algo misterioso y terrible: la letra reemplaza el espíritu, el precedente emula la iniciativa y la norma se sobrepone a la piedad y a la comprensión”.
Con la justicia investigativa de los últimos años ocurre que excelentes juristas llegaron a la fiscalía y sus excelentes conocimientos y profusas tesis jurídicas pasaron al ostracismo para dar paso a decisiones cuestionables, injustas y alejadas del derecho, especialmente se hizo evidente en el antes maestro y exmagistrado Eduardo Montealegre Lynett; la actuación del procurador Ordóñez puede ser encajada en lo predicho por Tabori, y respecto de varios de los magistrados llegados a la Corte Suprema en las últimas dos décadas, tampoco cabe duda que las palabras del autor premencionado les son aplicables, muchos de ellos accedieron a sus cargos por intrigas y componendas, no por méritos profesionales.
En lo que atañe al congreso es mejor no hacer comentario alguno, pues tan pocas las excepciones a lo transcrito de Tabori que la regla confirma tal aserto.
De allí que de las tantas sentencias y fallos de la Corte, la fiscalía, la procuraduría y el congreso, supuestamente actos producto de una recta administración de justicia, son producidas bajo la influencia del síndrome descrito por el historiador y escritor norteamericano aquí mencionado. Especialmente la sentencia contra Andrés Felipe Arias es el producto de una investigación y juzgamiento en el que la retribución de la pena refleja la injusticia del fallo, sin que pueda advertirse que hubo una adecuada aplicación de la ley. De allí nuestra solidaridad jurídica y humana con el ex ministro, víctima hoy de una injusticia manifiesta de nuestra justicia.
Respecto de la declaratoria de indignidad del magistrado Jorge Pretelt Chaljub, parece mentira que haya sido dictada por un congreso objeto de presiones políticas y mediáticas, que había olvidado en más de un siglo aplicar justicia. Pretelt fue chivo expiatorio de un sentimiento de revanchismo y de venganza antes que de justicia.
A mi juicio, Arias y Pretelt son victorias de una justicia acomodada, presionada e intimidada.