Hoy, 13 de noviembre, se conmemora el Día Mundial de la Bondad. Empecemos, entonces, esta reflexión con la pregunta: ¿ha sido la humanidad, realmente, humana?
En el largo y doloroso recorrido que va desde el Génesis del Antiguo Testamento hasta la era digital, si algo ha caracterizado a nuestra especie humana, no ha sido, precisamente, la empatía, la piedad ni la misericordia. Desde que Caín se dejó dominar por la envidia y derramó la sangre de su hermano Abel, la historia del hombre ha estado manchada por el egoísmo, la ambición y la violencia.
El relato bíblico no es sólo una metáfora religiosa: es una radiografía del alma humana, de la misma que sometió al pueblo hebreo a la esclavitud y que justificó cruzadas, inquisiciones y colonizaciones bajo el nombre de Dios. Esa misma alma humana que levantó imperios sobre los huesos de los vencidos y que aún hoy, en pleno siglo XXI, sigue creyendo que destruir al otro es la manera de afirmarse a sí misma.
Jesús fue torturado y asesinado por predicar el amor y la compasión. En su pasión se revela una verdad dolorosa: el bien incomoda, la bondad trastorna y la misericordia desarma a los violentos y a los orgullosos, que se rearman y se envalentonan con más maldad. Por eso muchos la temen. Entonces -se preguntarán muchos- ¿por qué atender el llamado a la bondad, si cuando aparece, suele ser crucificada?
En respuesta a esa pregunta lógica, podría decirse que es la razón de que las guerras no hayan cesado: han mutado de la lanza a las ojivas nucleares y han cambiado de escenario y de lenguaje. Donde antes tronaban los cañones, hoy retumban los odios digitales. Las redes sociales se convirtieron en las nuevas arenas del Coliseo romano, donde multitudes sedientas de sangre simbólica celebran el linchamiento del adversario político, del periodista incómodo y del pensador diferente. El odio se disfraza de indignación moral y la maldad encuentra justificación en la causa que cada quien cree es justa.
Vivimos en tiempos de polarización ideológica y política en los que el otro dejó de ser un adversario, al que hay que vencer con argumentos, para convertirse en un enemigo, al que hay que destruir. En lugar de tender puentes, levantamos muros y profundizamos las trincheras. En vez de escuchar, gritamos. Y en vez de compadecer a los otros, los juzgamos, los condenamos y los quemamos en la hoguera del escarnio público, con una falta de empatía, de compasión, de misericordia y con una ferocidad tan inhumana que haría sonrojar a los más perversos inquisidores.
Por eso el Día Mundial de la Bondad no puede quedarse en frases dulzonas ni en gestos simbólicos. El Día Mundial de la Bondad debe ser una fecha para mirar el espejo de nuestra propia deshumanización y consecuente maldad, y aceptar cuánto nos falta por reconocer y por aprender.
La bondad no es debilidad: es la fuerza que rompe el ciclo del odio y la venganza. Es la decisión consciente de no devolver mal por mal, sino de dignificar al otro con respeto, con tolerancia, con comprensión, con solidaridad, con empatía, especialmente en el desacuerdo.
El mundo no cambiará por decreto, pero puede transformarse si cada quien decide poner en práctica la más sencilla de las revoluciones: la de la bondad cotidiana. Escuchar sin gritar, ayudar sin esperar recompensa, perdonar sin rencor, disentir sin odiar. En un planeta exhausto de guerras, de odio y de soberbia, ser bueno puede ser el acto más valiente de todos.
Porque si la humanidad no ha sido humana en tantos miles de años, está a tiempo de empezar a serlo, antes de que que acabe consigo misma.




























