Luis Bernardo Vélez Montoya
En los últimos cinco años, de los 4.295 ex paramilitares desmovilizados que atiende el Programa de Paz y Reconciliación de Medellín han sido asesinados en el área metropolitana 244 y al menos 20 personas cercanas a la Corporación Democracia. Las autoridades explican las muertes como un plan gatillo contra los ex AUC y por peleas por 'cruces' ilegales. El 2008 terminó con 35% homicidios más que el año anterior. En coincidencia con el proceso de desmovilización y reinserción entre 2004 y 2007 el índice de muertes violentas en Medellín pasó de 57 por cada 100 mil habitantes a 38 en el 2008.
Las cifras revelan por sí mismas la distancia existente entre el acto político de entregar las armas y el camuflado y el ejercicio individual de reinsertarse a la vida civil. La desmovilización es un acto único, público y publicitado; la reinserción se hace día a día, privada y anónimamente. En la primera se juega la posibilidad de una nueva vida; en la segunda se juega la vida. En ambas los líderes políticos y las comunidades se juegan su futuro.
Es necesario, para ver claramente lo que nos jugamos como sociedad, insistir en la distancia que existe entre dos términos que parecen designar indistintamente al proceso de paz con los paramilitares. En el caso de Medellín se habla de desmovilización y reinserción paramilitar, como si una cosa fuera igual a la anterior, como si reemplazar una palabra por la otra no cambiara el significado de la frase en la que están escritas. La diferencia no es intrascendente porque revela los alcances que puede tener el lenguaje en un problema que es político por arriba y práctico por abajo.
El acto de desmovilización implica renunciar a la estructura de guerra que ha apuntalado un bando en contienda. Esto es entrega de total de armas, disolución de las jerarquías que mantenían la unión y la eficacia de los combatientes y cancelar definitivamente los medios de financiación de la organización ilegal. A cambio, la sociedad ofrece una serie de prerrogativas jurídicas, sociales y económicas a quienes están dispuestos a cumplir con los acuerdos pactados en el proceso de negociación. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, a veces se nos olvida que aquí las negociaciones las hemos hecho desde arriba –como si no hubiera otra manera de hacerlo–; en este caso desde el gobierno nacional y la cúpula de las autodefensas.
Ahora bien, ¿a qué se reinserta un paramilitar? A la vida civil, por supuesto, a las dinámicas propias de una sociedad que, se supone, respeta y valora por encima de los intereses particulares a la ley. El primer paso para lograrlo, como no se han cansado de repetir todas las voces ciudadanas, es la verdad, la justicia y la reparación; que no son más que la retribución mínima que los violentos deben hacer a la nación, y sobre todo a las víctimas. Y aquí, otra vez, nada nuevo bajo el sol. La dificultad radica en que los procesos de reinserción se hacen desde abajo, no desde arriba como ocurre la desmovilización. Son las localidades, barrio a barrio, casa a casa, individuo por individuo los que tienen que fraguar un proceso de reconciliación que no pasa únicamente por la ley de justicia y paz, sino por la constitución de un tejido en que la vida de víctimas y victimarios puedan desenvolverse con las mismas expectativas de desarrollo social e individual, educación, salud y productividad.
Ese ha sido el reto que Medellín asumió desde el 2003, convirtiéndose inicialmente en el modelo nacional para adelantar los procesos de reinserción con los paramilitares. Y la ciudad se entregó a esta tarea en los dos frentes que le competen. El primero: ofrecerle alternativas y garantías a los desmovilizados, en términos de educación, oportunidades de trabajo, asociación y subsidios de diversos tipos. El segundo: construir una ciudad en que no existieran las circunstancias que propiciaron la aparición y consolidación de los grupos armados –miseria, falta de oportunidades educativas, laborales, culturales y sociales–.
Hoy, cuando el proceso de paz con los paramilitares sufre críticas desde los más diversos sectores el movimiento de victimas, las organizaciones sociales, políticos y los mismos ciudadanos y ciudadanas que al ver que los violentos recrudecen nuevamente sus ataques, cuando la desmovilización ha demostrado en muchos casos no haber sido un compromiso sincero, tenemos el deber de seguir abogando por abajo por la consolidación de ese proyecto de ciudad que le apuesta al camino de la reinserción, no como el hermanito menor de la desmovilización, sino como la realidad donde los excombatientes y sus familiares, las víctimas y su dolor, los vecinos y todos nosotros, nos seguimos enfrentando con las condiciones que lanzaron a nuestros jóvenes y a nuestra ciudad al camino ciego de la violencia y la ilegalidad.
Dentro del proceso la comunidad tiene el derecho de exigir reciprocidad, hemos dado una oportunidad, aportamos nuestros impuestos para que existan garantías, a cambio de que desaparezca la zozobra y el miedo en el cual estábamos viviendo.
Nuestro mensaje debe ser contundente: como ciudadanos y ciudadanos le apostamos a la paz y reconocemos que el proceso que hoy vive la ciudad no tiene reversa, que hay que defenderlo, pero también hay que reconocer sus falencias y tener el coraje de corregirlas; quitando la idea de que todo lo que cuestione el proceso es un enemigo de la paz y del proceso como si cualquier manifestación de falencia en el proceso lo estigmatiza, por el contrario le aporta y lo vuelca a un ejercicio de ciudadanía.