Margarita María Restrepo

Por: Margarita Restrepo

Vimos esta semana en Cartagena un espectáculo indignante. Si se hubiera firmado la paz, con justicia, con reparación a las víctimas, seríamos los primeros en aplaudirlo. Pero nada de eso fue lo que se suscribieron Santos y Timochenko en la ciudad heroica.

No sabemos ni sabremos jamás cuántos hombres va a desmovilizar la guerrilla. Tampoco conoceremos el número de armas que serán entregadas a la ONU. Esa falta de claridad aumenta la desconfianza que tenemos frente a la guerrilla de las Farc que seguramente no entregará la totalidad del material bélico que tiene en su poder y con el que ha aterrorizado al pueblo colombiano.

Pero lo que es más grave: en Cartagena se entregó la institucionalidad colombiana. A partir de la entrada en vigor de los acuerdos negociados en La Habana, bajo la mirada tutelar de Raúl Castro, Colombia tendrá durante largos años una doble institucionalidad. Habrá una justicia prevalente e inescindible que volverá añicos la estructura judicial colombiana, donde las instancias, la cosa juzgada, el juez natural y la presunción de inocencia han sido principios derogados.

La Colombia del postacuerdo será caótica. La seguridad de la propiedad privada rural está en grave riesgo. Con el argumento de que las fincas no cumplen con la denominada “función social”, un inspector de tierras cualquiera podrá ordenar la confiscación de predios para completar ese macabro banco de 10 millones de hectáreas que el Gobierno se comprometió a entregar a la guerrilla.

Se ha firmado el acuerdo, la guerrilla ahora posa como un partido político. Timochenko se presenta como un líder victorioso y mientras tanto se ha enviado al último plano de las prioridades y preocupaciones el asunto de los menores reclutados forzosamente.

A lo largo del proceso de negociaciones, los niños reclutados no fueron asunto de interés para quienes estaban sentados a la mesa de La Habana. Insistentemente le pedí a Humberto de La Calle y a Sergio Jaramillo que asumieran ese asunto con la seriedad que amerita. Hicieron oídos sordos. El Alto Comisionado para la Paz, llegó al extremo inaudito de decirme por escrito que como se había pactado negociar “en medio del conflicto”, era imposible impedir que la guerrilla continuara sacando a los niños de sus casas para llevarlos a los campamentos del terrorismo.

No se sabe absolutamente nada de la suerte de los más de 3 mil niños que las Farc tienen en este momento en su poder. Temerosos de la acción que en el futuro inmediato podrá emprender la Corte Penal Internacional por el crimen de esclavitud de menores de edad, los cabecillas de la guerrilla han hecho hasta lo imposible para matizar y esconder ese delito. Que las Farc lo hagan, no tiene porqué sorprendernos. Lo que resulta indignante y doloroso es que aquello se esté haciendo con la complicidad del gobierno que, temeroso de que el proceso se les dañe, ha preferido hacerse el de la vista gorda frente a la tragedia que padecen los menores que están esclavizados en los cambuches de la guerrilla.

Claro que la paz es posible y es necesaria, pero no bajo las condiciones que se pactaron en Cuba. Creemos que hay muchos aspectos del acuerdo que deben ser revisados y corregidos para que, precisamente, la paz sea, como quiere Santos, “estable y duradera”.

La paz no se alcanza claudicando frente al enemigo, tal y como ha hecho Juan Manuel Santos. La concordia es posible cuando se anteponen los intereses de la ciudadanía desarmada que ha sufrido los rigores de la violencia. Santos ha construido un proceso al revés que en vez de tender puentes ha logrado fraccionar, tal vez para siempre, a la sociedad colombiana.