Por: Jaime A. Fajardo Landaeta

Recientemente el Procurador General Alejandro Ordóñez dictó en Medellín una conferencia sobre corrupción y transparencia. Se refirió a su lucha en este campo y anunció que pisaría callos hasta ahora bien ocultos, que sacaría a flote casos emblemáticos de personajes de la clase política, empresarios y contratistas incursos en dichas prácticas. Señaló casos puntuales y estuvo a punto de convencerme que era el próximo Presidente que el País requiere.

 

El público lo percibió como un adalid contra la corrupción y por el buen gobierno. Pero al final soltó esta perla: que el problema no es la aplicación severa de la Constitución y la ley, que se impone volver a los principios cristianos, a los valores familiares y tradicionales. Se entendió que en la lucha contra la corrupción no hay ley que valga: hay que atenerse a “sus” valores religiosos.

 

 

Así que el máximo responsable de combatir la corrupción e ejercer todas las acciones disciplinarios contra las funcionarios que violen la ley, al igual que hacer cumplir nuestra Carta Política, anda pregonando que su objetivo, cual vocero de la Inquisición, es castigar al que se atreva a ir en contra de unos principios morales y religiosos que, aunque respetamos, en ningún momento deben guiar su accionar disciplinario y del ente de control que él dirige.

 

A muchos de los participantes en la conferencia nos quedó la impresión de que desde la Procuraduría empieza a hacer carrera una tesis que apunta, a la sombra de los casos emblemáticos de lucha contra la corrupción, a posicionar una teoría fascista, de extrema derecha, que intenta ideologizar y politizar esta importante función pública en contravía de los más elementales derechos humanos y del DIH.

 

El señor procurador ha dado muestras de su feroz carrera en contra de la institucionalidad y de la Constitución al hacer un requerimiento a los magistrados Humberto Sierra y Luis Ernesto Vargas, de la Corte Constitucional, por no advertir a las autoridades sobre el caso de una mujer que admitió haber abortado en la clandestinidad porque le negaron una tutela para hacer valer su derecho.

 

O sea que Ordóñez ha pasado de la pretensión de aplicar sus creencias religiosas y morales en los actos disciplinarios, a la persecución en caliente de quienes cree que atentan contra éstas. El derecho que por ley le asiste a una mujer de someterse a uno de los tres casos en los cuales se permite el aborto en Colombia, no solo le puede costar su propia vida sino hasta su libertad, si se impone ese criterio antidemocrático. Mientras, busca cercenar el papel de los magistrados de salvaguardias de la Constitución.

 

El funcionario juró acatar la Constitución y la Ley. Cabe preguntar: ¿quién detendrá este torpedo contra la democracia y el bien común? Se demuestra que los tales casos emblemáticos, así sean ciertos, solo sirven para afianzar sus personales objetivos y que poco puede esperar el país en la lucha contra la corrupción que nos acosa.