Por: Rubén Darío Barrientos G.
En este mundo, cualquier negocio se puede acabar. Es que lo que era parte de la tradición al igual que lo que parecía ser inmortal, son hoy –en muchos casos–, cenizas al viento que cedieron ante el ímpetu de las nuevas tendencias, del esnobismo, de la misma economía de bolsillo que vivimos y de la fuerza hercúlea de lo arribista. Lo que yo nunca pensé fue que muchas librerías se fueran a extinguir, incluyendo a La Anticuaria (recuerdo a su dueño, el español Amadeo Pérez, sentado en una silla vieja en la plazuela de San Ignacio), que era la opción de precio bajo para los estudiantes, la de los usados, la de los libros rayados pero no por eso menos emocionantes. Imposible que se esfumara, pensaba.
Nicolás Morales, escribió un decidor artículo en el año 2010, que tituló: “La sociedad de las librerías muertas”, que más tarde tuvo su crespón negro en la solapa de los españoles que vieron cerrar 912 librerías en el año 2014 (más de dos punto cinco por día), según el diario ABC de Madrid. Para el año 2015, los ibéricos revelaron que los cierres pasaran de mil, lo que ya elevó a tres por día la hecatombe cultural. Del 2016 no se tienen noticias, pero seguro que eran iguales o más desalentadoras las informaciones al respecto.
En Colombia, la situación no es nada diferente. Un escrito que recuerdo haber leído afirmó que en nuestro medio “las librearías naufragaron”. Un columnista dijo que “pareciera que la gente no quiere leer sino escribir”. En Bogotá, hace un año cerró sus puertas que dejaban pasar ese efluvio delicioso de libros nuevos arrumados, la Librería Mundial, una clásica de casi nueve décadas. La Librería Aguirre de Medellín frunció, cuando aún la crisis no estaba tan azarosa. La Continental, Don Quijote, La Nueva, la Científica del centro de Medellín, Palinuro y otras muchas que se me escapan, quedaron reducidas a recuerdos y a evocaciones literarias.
Cuando uno pasa por la Librearía Nacional y por Panamericana, siente como una ilusión, pero cuando sabe que en Bogotá bajaron la cortina de librerías tan reputadas como Verbalia, Expotamia y Caja de Herramientas, vuelve a sentir palpitaciones. Dicen los entendidos que la internet, la piratería, los precios de los libros, la poca predilección por leer y el hecho de que las nuevas generaciones prefieran bajar los libros en su tablet, conspiraron de una manera brutal.
El pasado 3 de mayo, El Espectador publicó una realística crónica que se tituló: ¿El fin de las bibliotecas?, del periodista Andrés Gómez Morales. La asocié, ipso facto, con la tristeza de las librerías moribundas. Se dice en dicha nota que incluso salieron de la nómina de Fundalectura (que es la encargada de administrar Bibliorred), una cantidad considerable de promotores, auxiliares y gestores territoriales. Sabe a crisis, a adelgazamiento macabro, máxime cuando ya la tónica es la de refundir bibliotecas y trasladar sus libros a otras. La nota de Gómez Morales, analiza la virtualidad (que no requiere espacio físico), los nuevos libros que se basan en películas y en referentes como las sagas cinematográficas. Estamos graves, como diría un transeúnte cualquiera.
La situación inmisericorde de las librerías que parece que no les da para sobreaguar en el corto plazo, sumado ello a las bibliotecas con su ausencia de sustrato lector y la falta de recursos, exhibe un panorama fúnebre. El auge de libros de mafia a $ 10.000, pirateados y amarillistas, que copan lectores de segunda, también juega papel demoledor. Mejor dicho, nos llevó el chucho en estas materias. Muy doloroso, porque nosotros profundizábamos en la biblioteca del colegio y en la Piloto de Gloria Palomino, nos untábamos de indagación, acariciábamos el libro y vivíamos una comunión con la sabiduría que encarnaban. Fuimos de la era de juniniar, en donde uno de los retenes obligados era ir a una librería del centro (Aguirre, Continental, Marín, Nueva, Científica, etc.) a comprar o a sentir los libros en las manos e irnos con ese olor que nos transportaba.