Balmore González

Por: Balmore González Mira

Una conversación obligada en todas las tertulias,  por estos días, tiene  que ver con el abominable delito de  violación a nuestros niños y de otros execrables delitos que cada día nos aterran más, pero nos vuelven más insensibles. En una de ellas comencé a exponer la necesidad de revisar los famosos bloques de constitucionalidad que nos permitan desmontar las prohibiciones sobre el establecimiento de la pena capital para ciertos delitos y la posibilidad de crear colonias de trabajo forzado, para otros,  donde los condenados tengan que trabajar para ganar su sustento diario,  pues algunos tratados internacionales a los que estamos sujetos nos obligan en su cumplimiento y no solo conminarían al estado a pagos de millonarias indemnizaciones, sino que podrían vernos como un país paria que revive esta polémica, cuando los defensores de derechos humanos en el mundo, gritan a voz en cuello la terminación de este tipo de condenas, esbozando teorías que hoy podrían revisarse como el verdadero fin de la pena y su carácter resocializador, cuando las penas tienen que cumplir con propósitos,  como los disuasivos entre otros fines en medio de unas sociedades dedicadas al delito como medio permanente de vida.

Alguno de mis interlocutores se afincó en la creencia cristiana para rebatirme, con el argumento de que el supremo creador es el único que puede decidir sobre la vida de los seres humanos; otro dijo que mi propuesta daba pena y parecía más de la cosecha de la ultraderecha que la de un demócrata. Y la conversación fluyó entre determinar sobre la capacidad sancionatoria del estado y los porcentajes de impunidad que hay en el país. Se trajeron a colación ejemplos de justicia que aplica esta medida, como algunos estados de los Estados Unidos o el de China, como uno de los más severos estados que castiga a los criminales, sin dejar de tocar casos como el de filipinas donde su presidente admite una justicia severa, implacable y rápida que le permite tirar criminales desde los helicópteros.

La pregunta que surgió en el improvisado conversatorio fue, sino hay pena de muerte, ¿qué hacer con los condenados por estos delitos que son de lesa humanidad?, Las colonias de trabajo forzado, dije, podrían ser una alternativa. Un preso le cuesta al erario público entre un millón y millón y medio mensuales, pero habrá unos más costosos que otros, ¿por qué no ponerlos a producir su propio sustento?. Sin contar con  que hay delincuentes especializados en buscar estar siempre encarcelados para asegurar la comida y la dormida, sin pagar servicios ni hacer absolutamente nada.

No me da pena, expresé finalmente, como no le debería dar pena a nadie en el país,  hablar de la pena de muerte, y si esta es de ultraderecha, pues somos millones de colombianos de ultraderecha los que queremos debatir sobre este tema y los que estamos indignados con una justicia de impunidad y con unas penas irrisorias que no hacen ejemplarizante el modelo de justicia que reclama la mayoría en Colombia.