Jorge Mejía Martínez
Una persona amiga me pidió que le explicara si era lo mismo la Seguridad Democrática y la Seguridad Ciudadana. A riesgo de complicarme la vida le respondí de la siguiente manera:
La política de Seguridad Democrática del gobierno nacional es una política de recuperación de la autoridad institucional, flagelada por la acción creciente de los grupos armados ilegales dedicados, ante un Estado Impotente, a amedrentar a punta de violencia a la población civil. Homicidios y secuestros disparados, masacres, desapariciones y desplazamientos en medio de una gran dosis de impunidad. El gobierno de Álvaro Uribe interpretó el anhelo popular de derrotar militarmente a la guerrilla. Resultados ciertos; al otro bando, el paramilitarismo, lo convenció de sentarse en una mesa de negociación. Resultados inciertos.
La lucha por la seguridad se concentró en la lucha contra la subversión. La fuerza pública se desplegó en las carreteras y en las zonas rurales; se estimuló la deserción y la delación. La recuperación de la iniciativa militar operativa arrinconó a las FARC y al ELN. Por los contundentes resultados de esta política de seguridad hoy ningún candidato presidencial serio duda en reconocerle su carácter de política de Estado. Explicación de la favorabilidad presidencial promedio del 80 por ciento.
La Seguridad democrática contribuyó a la recuperación de la institucionalidad, después del escarnio nacional por la vergüenza colectiva del Caguan. Importante logro, muy importante, pero hoy insuficiente. La Política de Seguridad democrática –anquilosada en el discurso de los desesperados pregoneros de la reelección- se agotó como vía para garantizar sostenibilidad de la tranquilidad pública, colectiva e individual. Al orden del día Colombia tiene otros problemas en el campo de la lucha por la seguridad y la convivencia, por lo que hoy es el tiempo de la política de la Seguridad Ciudadana. Hay que oxigenar la desgastada agenda pública nacional.
Los pobladores esperan una política integral, que responda a sus angustias cotidianas y que asuma la prevención de la violencia y el delito hurgando en sus raíces. Atacar con coherentes estrategias fenómenos como la violencia intrafamiliar, de género y contra la niñez; facilitar el acceso oportuno a la justicia sin ningún tipo de discriminación; entregar a la autoridad civil competencias para el control de las armas en manos de los particulares; demostrar con el ejemplo desde los más altos niveles de la sociedad, las bondades de la cultura de la legalidad y la solución pacifica de los conflictos; favorecer la inserción laboral de los jóvenes y un mejor uso del tiempo libre.
Otro asunto crucial: rediseñar una nueva política antidrogas en Colombia. Los mismos remedios, para los mismos males, seguirán produciendo los mismos resultados. Muy poco ha avanzado nuestro país en su lucha contra la siembra, la elaboración y el tráfico de coca. Reducir la acción pública contra la coca a las fumigaciones con glifosato de los extensos cultivos y a la erradicación manual y artesanal de los mismos, nos continuará llevando a darle con la cabeza a la pared. Sin sustitución audaz de los cultivos ilegales por cultivos lícitos, será imposible ganar la lucha contra la siembra y la elaboración de la coca. La política antidrogas vigente es cicatera y obtusa. Continuará vigente el caldo de cultivo del narcotráfico, transversal a buena parte de la tragedia que ocurre a diario en el país.
La Seguridad Democrática hizo énfasis, con éxito, en la lucha contra los actores armados ilegales de un conflicto que no se ha querido reconocer. No podrá negarse que deba continuar, pero la Seguridad Ciudadana integral deberá entrar a las casas de los pobladores para suministrar tranquilidad ante los embates de la violencia citadina y cotidiana. Será un avance.