Por Jaime A. Fajardo Landaeta

La guerrilla de las Farc le tiene bronca a nuestra Constitución Política, y en ello coincide con el presidente Uribe. La primera la volvió anatema al afirmar que afianzaba la traición de quienes firmamos la paz como alternativa a la lucha armada, y porque dizque significaba un engaño frente a los “intereses del pueblo” que pretenden representar. Negaron siempre el alcance de los derechos y garantías que consagraba y solo tiempo después, cuando advirtieron sus errores de apreciación, reconocieron “algunos avances” democráticos. Pero siempre han albergado la falsa idea de que la Norma es neoliberal en su componente económico.

 

Lo que sí es muy claro es que dicha Constitución significó el quiebre total de la posibilidad de que la lucha armada pudiera tener alguna vigencia futura en Colombia. 

A su vez para el presidente Uribe ésta fue producto de una violación de la Constitución de 1886 y de un desconocimiento del Estado de Opinión, máxima expresión – según su parecer- del Estado Social de Derecho. Además, abiertamente la ataca a pesar de que juró defenderla cuando asumió como primer mandatario. A propósito, ¿esa actitud no configura algo así como una traición a la Patria? Claro que si lo juzgaran los actuales congresistas ninguna violación encontrarían. 

Lo cierto es que el Mandatario trabaja afanosamente para desmontarla. No solo tergiversa la democracia participativa, sino que deslegitima los otros poderes del Estado. Criminaliza las opiniones diferentes y ha logrado liquidar el sistema de pesos y contrapesos, fundamental para preservar la institucionalidad. La democracia se ha trasladado de las normas constitucionales a los consejos comunitarios, mientras que la inversión social sirve para apalancar la compra de conciencias que garantizan la perpetuidad en el poder. 

A su turno las Farc odian los derechos humanos y el DIH, se oponen a las garantías constitucionales y no perdonan que el Pacto Social de 1991 haya sido el sepulturero de la validez de la lucha armada. Los subversivos convalidan el secuestro, la desaparición forzada y el negocio del narcotráfico, mientras asesinan a los que denigren de su proyecto, a los oponentes ideológicos o a los simples críticos que llegan a sus filas o que identifican en las comunidades donde ejercen influencia. 

Mientras, el presidente Uribe ha tomado la iniciativa de convertirse en el mayor defensor de los culpables de los falsos positivos; de allí la primera y perentoria instrucción a su ministro de Defensa de que proteja a los inculpados en estos hechos. A la par, nada hace para castigar a los responsables de la chuzadas telefónicas del DAS y se desconocen órdenes suyas para frenar la nueva fase de esta peligrosa práctica, tan afín al quehacer de las dictaduras que otrora florecieron en el continente. 

La guerrilla sabe que para insuflarle un nuevo aire a la llamada combinación de las formas de lucha requiere desvirtuar y torpedear la vigencia de la Constitución y desconocer los grandes avances democráticos que la han convertido en un modelo en América latina. Requiere también que Uribe sea reelegido y que se mantenga la expectativa de echar mano de la vía militar como única alternativa de lado y lado. 

A su vez Uribe necesita de las Farc, aunque menguadas, porque entonces podrá seguir cabalgando sobre sus estrategias de guerra, azuzando el enfrentamiento y legitimando cualquier acción por antidemocrática que sea, bajo el manto de la lucha contra el terrorismo. 

Nuestra Constitución Política cuenta entonces con dos grandes opositores: el señor Presidente con su terquedad de perpetuarse en el poder y las Farc, con su permanente disposición a buscar pretextos para alimentar el conflicto armado, el secuestro, la extorsión y el narcotráfico. Para ello les viene como anillo al dedo la pretensión uribista de sumar más años en el poder. Polos opuestos, unidos en su bronca hacia nuestra Carta Magna.