Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

Ha de saber el amable y atento lector que después del ejercicio de la abogacía en el ramo penal otra de mis pasiones es la de viajar por el mundo.

Ya lo he dicho en mi libro La alegría de la infancia, que desde aquella tarde sabática, cuando yo era apenas un infante de seis años, cuando divisé a lo lejos a mi padre que regresaba supuestamente de un viaje de varios meses por Puerto Berrío (Ant.), con su vieja maleta negra de forma rectangular y con su mirada clavada en el piso, signo inequívoco del que se siente triste y derrotado, nació en mí un deseo profundo y un espíritu viajero y aventurero, que los años lejos de colmarlos, no han hecho otra cosa que hacerlos más intensos y cada vez más continuos.

Es, si se quiere, una especial atracción por la trashumancia que algunos psicólogos pudieron definir de irrefrenable y que yo la encuentro deleitosa y reconfortante para mi espíritu y mi ánimo.

A la par por los viajes siento especial atracción por la comida de los sitios y lugares que suelo visitar.   No me interesa conocer todos los pueblos y países del mundo.   De los cerca de 200 que componen la comunidad mundial, creo apenas conocer una cuarta parte y de estos podría resumir en 10 los que me colman hasta lo más íntimo de mi ser las ansias incontrolables de viajar.

Existen quizá lugares y parajes ensoñadores y gentes encantadoras en muchos de estos sitios que no me atraen para conocerlos y degustarlos.   Simplemente es que comparto la tesis bien sustentada que cada ser humano tiene su lugar o sus lugares preferidos atendiendo a distintos gustos, costumbres y quizá también atendiendo a misterios indescifrables para quienes no conocemos las leyes del esoterismo.

El genius lucci, que así se denomina la complementación de un espíritu con un lugar, sitio o paraje, los humanos lo vivimos de manera distinta. Hay quienes deliran por un viaje a la selva amazónica, en tanto a mi poco me atrae la manigua con sus animales que la habitan. Otros se sienten cómodos y a su aire en el desierto, lugar que tampoco es de mi predilección. Los que aman los parajes más escarpados de las montañas del mundo y solo se sienten bien habitando en ellos o practicando deportes extremos en los mismos. Algunos no se soportan el campo, mientras otros somos amantes del mismo, pero a la vez poseemos un alma preferiblemente citadina. Pienso que alternar uno y otra es lo apropiado para tener una vida tranquila, serena y saludable.

Lo importante es entender que metafóricamente la vida es un viaje y viajar no es más que la metáfora de la vida; un viaje, es, a mí modo de ver, una pequeña réplica de la vida, la vida en miniatura.

Cuando viajamos sin mucho equipaje, ligeros de maletas y otros elementos que nos agobian en el camino, lo hacemos de la mejor manera.

En los viajes se conoce a los individuos en su esencia. Creo adivinar que fue un escritor, Henry Miller, quien dijo con maestría que “cuando viajo se me suelen caer, a menudo, las gafas y los principios, pero se me caen más los principios”, con ello quiero significar que no hay nada que muestre a las mujeres o a los hombres en su esencia, en su cotidianidad, en su carácter y modo de ser como cuando viajamos.

Advierto con mucho respeto que concibo el viajar de forma distinta a la que otros tienen de esta suprema actividad, debo diferenciar al turista del viajero.

Turistas hay que se encierran en un hotel en Dubai durante una o dos semanas a engordar su cuerpo y su ego para luego exhibir ante sus parientes y amigos lo que considera él una extraordinaria hazaña e inigualable placer. Nada del país visitado, de sus gentes, de sus costumbres vive o se entera este turista exhibicionista y esnob. Él cree ser un viajero, cuando lo que es no pasa de ser un turista de pacotilla.

Viajar es ir sin rumbo, emprender una jornada sin saber dónde va a llegar ni qué lugar visitar.

Tampoco me presento como un gran viajero, apenas si, muy a pesar de que más de media vida la he dedicado a tan grato placer, puedo decir de mí que soy un aficionado a los viajes.

El ideal es viajar en los tiempos menos convulsionados, esto es, en las temporadas bajas, cuando los aeropuertos y las playas se encuentran menos atiborrados de gentes. Es, además, de más cómodo, reconfortante y económico, la mejor época para desplazarnos por el mundo.

A pocos meses de que se suprima la exigencia de la visa europea, me propongo, con un grupo de cuatro especiales amigos, recorrer la Costa Brava catalana, la Costa Azul de Francia y la Riviera italiana en el país del arte y la cultura.

No piense el lector que este es un capricho de un boyante millonario. Quien así lo piense habrá de saber que con método y buena planeación un viaje al exterior no resulta tan costoso como lo puede ser uno a la Cartagena nuestra, tan costosa y poblada de vendedores exasperantes con sus mercancías playeras y las comidas regionales ofrecidas con tanta insistencia que hacen del viaje y la estadía un pesadilla infernal.

En Europa un buen menú, incluido el vino, puede costar mucho menos que un plato gourmet en el parque de la 93 en Bogotá o una comida presuntamente extranjera en el Parque Lleras de Medellín.

Algunos dueños de restaurantes en Colombia parecen vivir, no del turismo, sino de los turistas y cobran por un plato y una copa de vino toda una fortuna comparado con el poder adquisitivo del colombiano y el miserable sueldo mínimo de millones de compatriotas.

Entre tanto, puede un viajero medianamente informado o carente de ínfulas de nuevo rico, encontrar menús exquisitos en barrios aristocráticos de París como Saint Germain des Prés, Quartier Latin o Montmartre, a precios mucho menos costosos que los de nuestras ciudades latinoamericanas.

Recuérdese que el vino en Europa es un aperitivo y una bebida que tiene fama de ser menos costosa que el agua, lo que es cierto en muchos lugares. Aquí en nuestro trópico parece ser un lujo para millonarios y solamente en los últimos años se nos ofrecen vinos de buena calidad a precios asequibles y moderados.

A degustar las bellas, encantadoras y aristocráticas playas del mediterráneo me voy, si la naturaleza lo permite, en este mes de agosto.

Nosotros, quienes vivimos inmersos en el trabajo profesional de ciertas carreras que demandan tiempo, dedicación y buena preparación, nos merecemos hacer un alto en nuestro trabajo y dedicar unas cuantas semanas al ocio y el descanso. Es la mejor inversión que un hombre puede hacer en su vida, el cuerpo y el alma lo necesitan y uno y otra lo agradecerán al retorno.

Nada más regocijante y al mismo tiempo reparador para nuestra salud que hacer una pausa y dedicarnos a nosotros un capricho y pequeño lujo durante unos buenos días de asueto y descanso.

En estos tiempos en que las aerolíneas de bajo costo abundan en el mundo y que paraísos como Grecia, Italia, España y Francia se encuentran en crisis económicas y en la antesala de la eliminación del visado Schengen, es el momento oportuno para planificar y ejecutar un buen viaje al viejo continente. Les aseguro que preparado con anticipación y bien diseñado resulta igual o menos costoso que a nuestra costosísima costa atlántica.