Por: John Fernando Restrepo Tamayo
Hay un principio constitucional esencial en nuestro orden jurídico: la presunción de inocencia. En Colombia, el artículo 29 superior reza que “Toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable.” Este artículo recoge la quintaesencia de la filosofía liberal. El individuo, contra viento y marea, puede resistir la embestida mayoritaria. A veces mezquina. A veces falsa. A veces necesaria. A veces malintencionada. A veces inútil. Este artículo encarna la protección de los funcionarios públicos frente a corrillos políticos y mediáticos.
Este solo inciso normativo es argumento suficiente para sostenerse en un cargo así la prensa y la opinión pública se ensañen, de manera inclemente, contra él. Así pues que todo funcionario tiene derecho, en tanto derecho fundamental, a reclamar y hacer exigible a su favor la presunción de inocencia. Lo que se anuncie al margen de un proceso judicial, no puede ser sino chisme y noticia de turno.
Sin embargo, existe una práctica innecesaria y mezquina de nuestros servidores públicos: amarrarse de pies y de manos a un cargo. Llevar a la esfera privada su calidad de funcionarios estatales. Se atornillan en su cargo así la institución que representan se haga trizas. Y jurídicamente tienen argumentos para hacerlo dado que la Constitución les respalda. Pero el daño que hacen es irrecuperable. Deslegitiman la institucionalidad. Muestran que no tienen vocación de servidores públicos sino que les interesa la cuota política, burocrática y económica que el poder les representa.
Un servidor público debe tener la altura, la valentía y la lealtad de hacerse a un lado cuando las acusaciones en su contra empiezan a convertirse en pruebas. Cuando los señalamientos se hacen irrefutables. Cuando decir “es un montaje” “es una persecución política” suena a burla, a arrogancia o a falta de sentido común. Su permanencia en el cargo no es inocencia sino tozudez o temeridad. Un servidor público no puede arrebatarle al Estado el funcionamiento de sus instituciones para salvar su pellejo. Debe asumir su defensa en calidad de usuario y no de dirigente. Un servidor público debe tener el pudor público se separase del cargo cuando sus actuaciones humanas contradigan la dignidad del cargo que ocupa y que representa.
Renunciar no es aceptar la culpa. Pues judicialmente no se ha declarado algo en su contra. No es ceder ante los medios. Es una obligación exigible a quien esté al frente de instituciones rectoras del Estado de derecho y que son asientos sobre los cuales se erige la legalidad y la legitimidad. Renunciar es un acto mínimo de decencia por el oficio público. Hacerlo entender en un país como el nuestro es un esfuerzo que vale la pena instalar y defender. Atornillarse en el poder como lo hacen nuestros dirigentes y funcionarios, asegura la conservación de un artículo constitucional pero resquebraja toda la constitucionalidad y la razón de ser del funcionamiento estatal. Ojalá ellos lo entendieran. Y de no ser así, será nuestro deber denunciarlo y exigirlo.