Por: Balmore González Mira
Los colombianos parecemos una raza extraña, una raza que ha mutado. Algunos cronistas nos hablan de la honradez y la lealtad como los grandes valores de esta patria hasta mediados del siglo XX; muchos inclusive le dedican líneas extensas al valor de la palabra empeñada y al sí verbal como un compromiso más valioso que la misma firma estampada en cualquier documento. Lo negocios de palabra siempre fueron la regla general, la que se complementaba con el cumplimiento del pacto establecido.
Nuestros abuelos y nuestros padres eran unos caballeros y si bien había quien fuera la excepción, hoy todo es al contrario y pareciera que resultara más fácil irse apoderando permanentemente de lo ajeno que construir con el honor del trabajo. El dinero fácil se ha convertido en el sueño de las nuevas generaciones y se ha venido fomentando una nueva cultura donde el todo vale, con tal de llegar a obtener poder y dinero. Recuerdo que en mi infancia mirábamos a los policías, a los maestros, a los sacerdotes con el respeto más grande; pero nada como veíamos a los jueces y fiscales, quienes hasta nos despertaban temor reverencial.
Primero nos justificamos porque según algunos escritos esa era la herencia dejada por los españoles que desembarcaron en América, luego nos dijeron que era producto de la invasión turca y más adelante nos hicieron creer que era una casta de contrabandistas quienes nos habían mal enseñado y en las postrimerías del siglo anterior toda la culpa era por la influencia mafiosa lo que nos había llevado a la debacle. Sin dejar de mencionar las marcadas tendencias que influenciaron a las nuevas clases sociales, de unas guerrillas que extorsionaban, asesinaban, secuestraban y saqueaban y que todo lo controlaban hasta que fueron combatidas luego con sus mismos métodos por una ola de paramilitarismo despojador y no menos cruel que las anteriores. El poder era adquirido con sangre derramada por condenados e inocentes. Y luego venían los procesos de enriquecimiento entre muchas otras formas, con el control y la producción de la cocaína.
Mientras todo ello ocurría, muchas familias, algunas con gran esfuerzo comenzaban a formar una nueva clase social que desde la academia debía salvar al país; abogados que se preparaban a conciencia para dirigir la administración de justicia y aplicarla con sabiduría en todo el territorio nacional. Hombres y mujeres de gran inteligencia y con destacados méritos llegaron a juzgados y tribunales y comenzaron a ejercer con todos los méritos lo aprendido en humildes y majestuosas facultades de derecho, donde les habían enseñado el debido proceso, el habeas corpus y hasta algunas cátedras de ética profesional que fueran el fundamento de sus investigaciones y fallos. Las mismas que poco sirvieron y que comenzaron a hacer mella en el órgano más sagrado de todas las ramas del poder público. La Justicia. Jueces corrompidos y corruptos hicieron carrera, hasta el punto de llegar a poner, como se conoce en los pasillos de nuestros honorables tribunales, precio a las sentencias, según cuentan algunos testigos de muchos de los que vienen siendo procesados. La justicia comienza a tambalear en el país y ahí es cuando la institucionalidad desaparece por completo. El ejecutivo y el legislativo llevan años acusados de ser, al lado de los privados que lo corrompen, las ramas del poder con más proclividad hacia este comportamiento y durante años se ha tenido conocimiento de muchos casos y condenados por sus actuaciones; pero que la rama judicial haya llegado a lo que es hoy, deja en evidencia que hay que cambiar el esquema y el sistema educativo, interviniéndolo desde el hogar y fortaleciéndolo en las aulas, para salvar a un país que no confía en la administración de justicia; donde jueces y fiscales tienen precios por sus fallos, están procesados por delitos, detenidos y/o condenados, y si así están quienes administran la justicia, ni forma de mirar hacia otros agentes del estado, donde la policía, los sacerdotes y los maestros no son respetados ni acatados por culpa del comportamiento miserable de muchos de sus colegas.
La nueva gran generación colombiana hoy no existe, no puede ser la que está judicializada, tampoco la que está pendiente de hacer dinero fácil, de delinquir y tumbar al otro; de incumplir en los negocios. La nueva gran generación de colombianos está apenas por nacer y todavía tenemos esperanzas que se formen para el bien. Aunque siempre creamos que los buenos somos más.