La precampaña presidencial de 2026 avanza con un rasgo común en varios aspirantes: la etiqueta de ser “100% antipetristas”. Precandidatos del partido Centro Democrático como María Fernanda Cabal, Paloma Valencia, Paola Holguín, Andrés Guerrea y Miguel Uribe Londoño -recientemente aceptado en reemplazo de su hijo asesinado, Miguel Uribe Turbay-; precandidatos por firmas como Vicky Dávila, Abelardo de la Espriella y Daniel Palacios; precandidatos del partido Cambio Radical como Germán Vargas Lleras y David Luna; y precandidatos conservadores como Efraín Cepeda, si acepta la invitación que le hicieron en Antioquia los “Conservadores por Naturaleza”, han hecho visible su estrategia repetida en coro, como credencial principal para acceder al poder: levantar la bandera del rechazo al presidente Gustavo Petro.
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El cálculo político es evidente: en un país marcado por la polarización, declararse opositor férreo asegura visibilidad, moviliza emociones y genera identidad. En un país tan polarizado como el nuestro, funcionan como maquinaria aceitada los populismos, tanto de derecha como de izquierda. Sin embargo, para el caso en comento, ¿es suficiente ser “antipetristas”?
La política no puede seguir reduciéndose a trincheras emocionales, ni a la lógica del caudillismo –uribista o petrista–, reforzada permanentemente -como si hicera ya parte de la cultura, incluso, periodística de nuestro país- con desinformación, con mentiras, con odio, con difamación y con una incoherente referencia al respeto o irrespeto a las instituciones, según sea la intención de la narrativa populista.
La democracia se empobrece cuando la discusión pública queda atrapada en trincheras emocionales y se convierte en un campo de batalla de fake news. Por eso, la respuesta no puede ser resignarnos, el País necesita superar la política de la emoción tóxica para transitar hacia una política de la razón, de la evidencia y de las propuestas concretas.
Colombia atraviesa problemas estructurales que van más allá de un apellido o de un gobierno. Es necesario exigir a los liderazgos. Y no únicamente los de los extremos. ¿Dónde están los liderazgos de los centros? A todos hay que exigirles un compromiso con la verdad, con el respeto al disenso, con la tolerancia y con la construcción de consensos sobre problemas reales: la pobreza, la desigualdad, la inseguridad, la pérdida de confianza en la justicia y el debilitamiento de la institucionalidad.
La ciudadanía no espera sólo oposición, sino propuestas serias que permitan observar un horizonte claro de un país mejor para todos.
De nada sirve dejarnos emocionar por precandidatos que griten “no más Petro”, si no son capaces de convencer al electorado de que tienen algo más que ofrecer.
El futuro de Colombia no se construye con etiquetas ni con la explotación de la rabia, sino con estadistas capaces de unir, pensar en grande y proponer un proyecto nacional incluyente y sostenible.
Así que es necesario quedarse con la pregunta y, ojalá, hacer un esfuerzo por responderla con razón y no con la emosión que sobra en los extremos de la “Estupidez Colectiva”: ¿van a acompañar al que es más antipetrista, a un jefe de tribu o a quien logre convertirse en un verdadero líder del País?