Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

Hace cien años varios países se encontraban en pleno fragor de la primera guerra mundial. Era el verano europeo de 1915 y Colombia era una nación aún demasiado atrasada, católica y campesina.

Antioquia no había sufrido los rigores de la violencia ni sus gentes habían sido desplazadas del campo a la ciudad, fenómeno que ocurriría a mediados del siglo pasado.

En las aldeas se vivía una vida muy apacible, tranquila, regulada esencialmente por los dictados de un clero extremadamente conservador.

Mi pueblo, El Santuario (Ant.), estaba muy aislado de la también pueblerina Villa de Aburrá. No se conocían el automóvil y la forma de comunicación era muy incipiente, el transporte de carga se regulaba a través de recuas de mulas.

En ese ambiente feudal y bucólico nació en el hogar de don Eusebio Salazar y Rosalina Gómez, Jorge Horacio, el 29 de julio, hace 100 años.

No obstante haber habitado la familia Salazar Gómez en un paraje cercano al casco urbano, se vivía en aquella casa llamada La Pradera un ambiente típicamente campesino. La campestre casa quedaba ubicada en un promontorio que se llamaba El alto de pepito.

Allí se crió nuestro padre con sus hermanos Laura Herminia, Francisco Luis, José Fernando y Jaime Arturo. Cuando estaba en su plena juventud, una enfermedad acabó con la vida de Laura Herminia, hecho luctuoso que marcaría la vida de sus hermanos y en especial la de mi progenitor.

Dada la escasez de recursos económicos, los niños de entonces no podían regularmente terminar siquiera el ciclo de enseñanza primaria.   Contaba papá que apenas si pudo realizar algunos estudios en la escuela nocturna que regentaban los maestros Heraclio Gómez, Chepito Zuluaga y Filemón de Jesús Gómez Salazar.

Fue, por tanto, muy precaria la academia de Jorge Horacio y sin embargo sobresalió toda su vida por poseer una excelente cultura, pues era una especie de autodidacta y aprendió mucho de la calle, que es donde se forma el mejor carácter y se adquieren las mejores enseñanzas para la vida que sobrepasa, muchas veces, el anacrónico método de enseñanza en las escuelas, colegios y universidades.

No era pues, nuestro padre, un erudito o almacenador de datos y conocimientos insulsos, mas si se conducía en su vida con una sabiduría que es consustancial a las gentes sencillas.

Bien lo dijo el excelente escritor español José María Martínez Ruiz, el gran Azorín:   “Lo que vale más que todos los títulos es una perspicacia natural, un talento práctico y sobre todo una bondad inquebrantable”.

No tenía nuestro padre mucho dinero y su posición social era más bien modesta a pesar de contar entre su parentela el médico Sigifredo Gómez, graduado en esos tiempos de médico en Barcelona (España), lo que era una proeza académica y económica.   Galeno obstetra de las mujeres oligarcas del Medellín del siglo XX, y al sacerdote destacado del clero antioqueño Godofredo Gómez; no tenía muchos bienes, pero le bastaba una pequeña parcela que amaba con intenso amor y cultivaba con especial esmero.

Sin haber leído nunca al prosista español mencionado Azorín, Jorge Horacio Salazar Gómez, practicaba lo que decía el escritor:   “Abracemos la tierra, próvida tierra; amémosla, gocémosla”.

Gran parte de su vida, las dos terceras partes, desde que tuvo uso de razón, las dedicó a cultivar el huerto, a extraer de él sus mejores frutos, fue más que un humilde agricultor un poeta del campo, un hortelano cultor devoto de su parcela hasta que pudo, con mi ayuda, radicarse a vivir en Bogotá, ciudad que amó y a la que dedicó el último tercio de su existencia a ser excelente vendedor y un gozador supremo de los viajes y la lectura.

Tuvo Jorge Horacio una visión alegre e ingenua de la vida y fue su conversación amena el instrumento con el que se hizo conocer y querer de sus parientes, amigos y contertulios.

En el esplendor de su mocedad era un líder de la juventud santuariana y un entusiasta promotor de las fiestas del santo patrón de los varones célibes, San Luis Gonzaga.   Mediante rifas, cantarillas y mandas recolectaba dinero con el que la parroquia Nuestra Señora de Chiquinquirá realiza las galas y fiestas del santo medieval.

Alternaba sus faenas campestres en su huerta con el teatro y la poesía. Fue con don Argemiro Zuluaga, Ramón Mejía (el famoso palomo Mejía) y Tulio Vásquez, un animador cultural de El Santuario, donde presentaban sainetes que hacían gozar a miles de asistentes al teatro Gómez Duque.

Cuando éramos niños, a mi hermano Jorge Humberto y a quien esto escribe, solía a menudo declamarnos la hermosa poesía de Gregorio Escorcia Gravini, que narra la fragilidad del ser humano, las vanidades del mundo y le canta a Marbella, mujer muerta que despreció en vida al poeta del atlántico, del que siempre tuve la impresión que era español, hasta que los escritores costeños, Juan Gossaín y Ernesto MacCausland, me sacaron de la duda y en sendas crónicas me contaron la historia de esta hermosa composición poética, de excelente confección en cuanto a su rima.

También gustaba mi papá declamar Marbella, poesía a la madre que nunca he podido encontrar su contenido en muchos libros de poesía a los que he tenido acceso.

Había, pues, en nuestro papá, una profunda devoción espiritual y cultural por el teatro, la música y la poesía.

Saben quienes lo conocieron en su juventud y me lo han hecho conocer años después, que Jorge Horacio poseía un talento especial para la música, la que estudió en ratos de ocio en El Santuario con expertos del pentagrama y sabía mucho de los temas que por esa época eran auténticas joyas de la música colombiana y universal.

Cantaba con una voz propia de los tenores con su amigo Domingo Giraldo y conocía letras y música del gran compositor paisa Tartarín Moreira.   Recuerdo que una de sus canciones favoritas era Rosario de besos, acaso la mejor composición del bohemio y poeta de Valparaíso (Ant.), que vino al mundo con el nombre de Libardo Parra Toro.

Se casó a una edad tardía para aquella en que las mujeres contraían nupcias a los 14 años y los hombres a los 18.   Casi contaba con 36 años cuando unió su vida a María Teresa Pineda Giraldo, con la que tuvo una extensa prole que en El Santuario era la media pues había familias de casi dos docenas de hijos.

Quedamos como hijos suyos y de nuestra mamá, recientemente fallecida:   Jorge Humberto, Gustavo de Jesús, Luz Marina, Gloria Amparo, Fabio Alberto, Flor Marina, Carlos Mario, Luz Teresita, Silvio Hernán y Diana María.

De mi parte he tratado en vida con mis padres mantener una comunidad espiritual que debe haber entre los que nos han dado la vida y nosotros, los que venimos a continuar amorosamente sus personas, sus ideas, sus costumbres y sus enseñanzas.   No creo que haya otra manera de amarlos y respetarlos en vida y recordarlos y emularlos una vez muertos.

Con el lanzamiento de un librillo pretendo, con mi familia, este 29 de julio de 2015, honrar la memoria de Jorge Horacio Salazar Gómez, quien en compañía de María Teresa Pineda Giraldo, nos dió el don inestimable de la vida.