Cada vez que un menor de edad participa en un crimen de alto impacto, como es el caso del menor de 17 años hallado responsable de idear, coordinar y financiar el asesinato de su propia abuela y de su tía en Envigado, emerge una reacción social comprensible: la sensación de impunidad. Siete años de privación de la libertad frente a un doble homicidio planeado con frialdad parece, para muchos ciudadanos, una respuesta débil del Estado. Sin embargo, desde el punto de vista jurídico-constitucional, el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes -SRPA- no está diseñado para absolver, minimizar el daño ni justificar la violencia, sino para responder bajo una lógica distinta a la del derecho penal de adultos.
El primer error conceptual en el debate público consiste en equiparar pena con sanción. En el SRPA no hay penas en sentido estricto, sino sanciones pedagógicas, restaurativas y protectoras, tal como lo establece la Ley 1098 de 2006 (Código de Infancia y la Adolescencia).
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Esto no significa impunidad. Significa que el legislador colombiano, en armonía con el artículo 44 de la Constitución Política y los tratados internacionales de derechos humanos, optó por un modelo que reconoce que los adolescentes están en proceso de formación psicosocial, no tienen plenamente consolidada su capacidad de autodeterminación y son sujetos de especial protección constitucional, incluso cuando delinquen.
Desde el punto de vista jurídico, la severidad de una sanción no se mide únicamente por su duración, sino por su finalidad constitucional. En el SRPA, la privación de la libertad es excepcional, pero cuando se impone —como en este caso— representa la máxima sanción posible dentro del sistema.
Siete años de internamiento en un centro especializado no es una medida simbólica, sino el límite máximo permitido por la ley para adolescentes, incluso en delitos gravísimos como el homicidio agravado. Pretender penas equivalentes a las del sistema ordinario implicaría desconocer el principio de proporcionalidad diferenciada, violar compromisos internacionales asumidos por Colombia y abrir la puerta a sanciones inconstitucionales.
La Corte Constitucional ha sido reiterativa en señalar que el SRPA no es un privilegio, sino una exigencia constitucional. El trato diferenciado se justifica en el interés superior del menor, el principio de finalidad resocializadora y la obligación del Estado de privilegiar la reinserción social sobre la retribución.
Desde esta perspectiva, el sistema no protege el delito, sino que intenta evitar que el adolescente se consolide como criminal adulto, lo cual, paradójicamente, sería más nocivo para la sociedad.
El cuestionamiento legítimo no debería centrarse en si el SRPA es “blando”, sino en si está cumpliendo efectivamente sus fines. El problema no es normativo, sino estructural y operativo:
• Centros de atención con déficits de control y seguimiento.
• Falta de programas reales de resocialización.
• Insuficiente acompañamiento psicológico, familiar y educativo.
Un sistema bien diseñado en el papel puede fracasar en la práctica si el Estado no garantiza condiciones reales de cumplimiento de la sanción.
El derecho penal, incluso en su versión más severa, no puede devolver la vida ni reparar plenamente el daño. En el caso de adolescentes infractores, el ordenamiento jurídico opta por limitar el poder punitivo del Estado, aun cuando ello resulte impopular.
Este límite no es una concesión al victimario, sino una decisión civilizatoria: castigar sin destruir definitivamente a quien, por su edad, aún es jurídicamente recuperable.
Endurecer las sanciones para adolescentes puede ser una consigna políticamente rentable, pero jurídicamente riesgosa. El desafío está en fortalecer el sistema, no en desnaturalizarlo. Cualquier reforma seria debe preguntarse: ¿Más años de encierro reducen realmente el delito juvenil ¿O sólo trasladan el problema a cárceles de adultos en el futuro?
El SRPA no es, pues, un sistema para absolver conciencias ni para calmar la indignación social inmediata. Es un modelo jurídico que apuesta, quizá de manera incómoda, por la prevención futura del delito, incluso cuando el presente duele. La discusión legítima no es si castigar más, sino si el Estado está cumpliendo su deber de sancionar bien.

























