Por: Javier Rodas

Son encuentros efímeros de diferentes grupos de personas entre estos solitarios que frecuentan el parque del barrio que en medio de la gran ciudad reposa custodiado por unos “fantasmas” y por una inmensa mole de cemento que se erige a lo alto para cargar el peso de la carrilera del tren. Los árboles vetustos y cansados de tanto orín y materia escatológica de animales y prospectos humanos guardan silencio de todo lo que les ha tocado ver y escuchar.

La gente del parque es toda clase de calaña, ralea y estirpe: negros y negritos, indígenas pordioseros, blancos, pobres, miserables, indigentes, alcohólicos, marihuaneros, amantes de plantas Talofitas y demás, bandidos en reposo, niños y niñas de familia, gamines, la loca que viste el uniforme de los barrenderos de Empresas Varias, metaleros, deportistas, magistrados del Tribunal Superior y ex magistrados que leen el periódico los domingos, mercaderes de la política, estudiantes universitarios, académicos, seudo-intelectuales, amas de casa, homosexuales, ateos y curas españoles.

 

Toda esta gente visita el parque, unos se acomodan en las deterioradas bancas, otros se sientan en la tierra, en todo caso, la gente puede estar al mismo tiempo. Los marihuaneros, en general los drogadictos, se ubican a lo largo de la baranda que separa el andén con la rivera superficial de las aguas turbias y mal olientes que provienen del occidente de la gran ciudad. Los niños y niñas de los padres “pudientes” del connotado barrio juegan en los columpios que aún se conservan en buen estado y están ubicadas en la parte occidental del parque. Los otros niños, aquellos limosneros, se hacen en la parte oriental del parque junto con otros niños desplazados, todos ellos permanecen hasta el anochecer. Los estudiantes, académicos y ex magistrados se ubican cerca de las casetas de tiendas de helados que están en la parte occidental, los deportistas prefieren la periferia del parque para acelerar sus pasos y dar algunas vueltas al mismo.

No es lo mismo estar en el día que en la noche en el parque. Cada hora trae sus invitados, se afianzan los deseos y se enrostran los fracasos, sin embargo, la loca permanece noche y día, siempre está bailando con los brazos a la altura de sus pechos caídos, dando continuamente dos pasos hacia atrás y otros tantos hacia delante, no sabemos la razón de su locura, será de amor o de felicidad. Los perros orinan y cagan en el corazón del parque a pesar de que los “Cazapichurrias” estuvieron allí. Vale decir que el ex presidente de la acción comunal del barrio prefiere para la cagadera de su perro los antejardines de las casas vecinas.

El parque te hace sentir bien o lo que en realidad uno no puede ocultar; es un lugar más seguro para estar inseguro, de huida de la casa, es también el encuentro de los impotentes que reconocen que todo lo han perdido, los que no encuentran empleo y se distraen tratando de olvidar por un momento su realidad, es el poder estar solo con otros solitarios, es poder decir nada o compartirlo todo con otro: una muerte, un embarazo deseado o no, un amor prohibido, que se está aguantando hambre, que tu hijo se suicidó, que eres padre soltero o simplemente que te volviste gnóstico. Qué bueno sería si en nuestra vida terrícola pudiéramos reconocer esos lugares donde la gente reflexione a través se sí misma o del otro acerca de su propia experiencia de vida.

Pienso que los espacios públicos como el parque se han convertido en el principal instrumento y razón práctica para la reivindicación de derechos fundamentales, sociales y colectivos de quienes habitan una ciudad moderna de ciudadanos adentrados en la modernidad. Quizá la gente alcance su libertad visitando el parque y no a través del Estado, como afirmó alguna vez el charlatán de Hegel.

Cuando recuerdo las razones que me han impedido volver al parque, el mismo que visité por primera vez cuando daba pataditas dentro del vientre de mi madre, veo necesario y como si se tratase de la vía por la que don Quijote justificaba todos sus males, la del encantamiento, seguir el ejemplo de mi amigo Álvaro de Campos cuando revisitó su Lisboa del alma, entonces espero decir algún día de revisita a mi ciudad: Oh cielo azul –el mismo de mi infancia-, eterna verdad vacía y perfecta¡.Oh suave tajo ancestral y mudo, pequeña verdad donde el cielo se refleja ¡…Dejadme en paz ¡ No he de tardar, que nunca tardo… Y mientras tardan el Abismo y el silencio, ¡quiero estar a solas¡