Ese mismo patrón se ha normalizado en el periodismo, debilitando la esencia de un oficio llamado a servir a la verdad y al bien común.

En la vorágine de la inmediatez y la seducción de lo digital, muchos medios han caído en la tentación del atajo informativo. La regla tácita parece ser “publicar primero y verificar después”, si es que, realmente, se respetan el compromiso y la responsabilidad de la verificación. El resultado es la información incompleta, imprecisa, ligera, irresponsable o abiertamente falsa. El resultado es la desinformación que circula masivamente, con la desvergüenza y el cinismo de anunciar respeto por la verdad, la independencia y el interés general, a sabiendas de servir a una agenda política y a intereses particulares, políticos y económicos.

Otro atajo se expresa en la práctica de dejarse agendar por las cadenas de WhatsApp y las tendencias de las redes sociales, sin verificación, sin contraste y sin contexto. En lugar de ejercer el oficio del periodismo con rigor responsable, viejas y nuevas generaciones de periodistas se han convertido en mensajeros de colectividades políticas y grupos empresariales, además de influenciadores y bodegueros. Así es como el ciudadano termina recibiendo ecos de intereses particulares y no información veraz, imparcial e independiente que le brinde elementos de juicio suficientes que le permitan deliberar con criterio. Se ha esfumado la esperanza de que el periodismo ejercido con fundamento ético, salve al periodismo de las fauces de las redes sociales.

El amarillismo es, quizá, el atajo más rentable: titulares grandilocuentes, escándalos, tendenciosos, inflados e irresponsables para atraer clics y rating. Lo inmediato, lo morboso, lo superficial termina desplazando lo profundo, lo analítico, lo formativo. Y cuando el negocio de la atención se impone sobre la responsabilidad social, el periodismo se degrada en espectáculo.

No menos preocupante es el atajo de la dependencia económica y política: cuando la pauta oficial o privada define lo que se publica o lo que se oculta, el periodismo renuncia a ser contrapeso y se acomoda como vocero de intereses ajenos a la ciudadanía. En esos casos, el atajo no sólo afecta la calidad de la información, sino que también corroe la confianza en las instituciones democráticas.

El periodismo que toma el atajo, traiciona su esencia: informar con veracidad, con imparcialidad, con independencia y con responsabilidad ética.

Recuperar el camino largo, el de la excelencia que invocaba Javier Darío Restrepo, exige esfuerzo, convicción y respeto por uno mismo y por las audiencias. Ese es el único camino que permite formar una ciudadanía bien informada, formada y crítica y, de contera, preservar el más grande patrimonio del buen periodismo: la credibilidad.

La cultura del atajo normaliza el engaño en la política y la corrupción en la economía. Pero cuando se enquista en el periodismo, produce un daño aún mayor: amenaza la verdad, genera desconfianza, confunde a la sociedad y debilita los cimientos en que se sustenta la democracia.