El alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, afirmó recientemente que el presidente de Colombia, Gustavo Petro, “no lo representa”. La frase, en apariencia simple, abre un debate de fondo sobre los límites entre la libertad de expresión política y la responsabilidad institucional que impone la Constitución.
Nadie discute que los colombianos —incluidos los servidores públicos— tienen derecho a expresar sus opiniones, incluso las más críticas, sobre las decisiones del Gobierno nacional. El artículo 20 de la Carta Política protege la libertad de pensamiento y de expresión y el 40 garantiza el derecho a participar en la vida política del País. En un régimen democrático, el desacuerdo es no sólo permitido, sino necesario.
Sin embargo, cuando quien emite la frase no es un ciudadano del común, sino un alcalde, la carga simbólica y constitucional cambia.
El artículo 188 de la Constitución es claro al señalar que “el Presidente de la República simboliza la unidad nacional”. No se trata de una metáfora, sino de un principio estructural del Estado colombiano. Entonces, el Presidente representa institucionalmente a todos los colombianos -incluyendo a quienes no votaron por él- y a todos los territorios -incluyendo Medellín-.
Por tanto, cuando un mandatario local afirma que el Presidente “no lo representa”, podría estar incurriendo —más allá de la intención política— en un acto de deslealtad institucional. No porque se le prohíba discrepar -eso ya quedó claro- sino porque, como autoridad del Estado, hace parte de una estructura de unidad que no depende del afecto político, sino del respeto a la institucionalidad. Un alcalde puede no compartir las ideas, los métodos o las políticas del Presidente. Lo que no puede es desconocer el símbolo de unidad nacional que éste encarna.
En la práctica, las tensiones entre gobiernos locales y el Gobierno nacional son inevitables y, a veces, hasta saludables para la democracia. Pero cuando la confrontación se convierte en negación de la legitimidad del otro, lo que se erosiona no es la figura del contradictor, sino la del Estado mismo.
Colombia necesita más debate político y menos deslegitimación institucional. La crítica fortalece la democracia; el desconocimiento de la autoridad legítima, la debilita.
El desacuerdo es un derecho; la deslealtad con la Constitución, una traición silenciosa.



























