Siempre recordaré una lección del entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, cuando frente a nuestra defendida “neutralidad periodística”, solíamos incurrir en la tibieza de no condenar abiertamente las acciones violentas de la guerrilla o de los paramilitares, precisamente, por el prurito de defender la neutralidad, en el sentido de “ni de aquí ni de allá”, pero, en ese mismo sentido de “ni contra aquí ni contra allá”. Entonces, molesto con el fallido atentado de las FARC al periódico El Mundo de Medellín, Uribe dijo: “No, Roger, ustedes no pueden ser neutrales frente a actores o acciones que atenten contra la Constitución y contra las instituciones. Ustedes tienen que tomar partido y rechazarlo con todo el poder que les otorga el periodismo libre, independiente, veraz y defensor del bien común”.
Hasta hoy, así lo creo. Pero es un llamado que trasciende el oficio del periodismo: debe devolvérsele a la clase política e irradiarlo sobre toda la ciudadanía, que al entenderlo y ponerlo en práctica, sabrá tomar las decisiones más inteligentes, para el bienestar de todos los colombianos.
La Constitución Política de 1991 no es un simple documento jurídico. Es el pacto de convivencia que define lo que somos y lo que aspiramos a ser como Nación. En ella se consagran los principios que orientan toda la estructura del Estado: la dignidad humana, la prevalencia del interés general, la participación ciudadana, la pluralidad, la justicia, la igualdad, la libertad y la verdad. También se consagran los valores que deben guiar la función pública y la vida en sociedad: el respeto, la honestidad, la responsabilidad, la tolerancia, la disciplina, el compromiso, la transparencia y la solidaridad. Además de los derechos fundamentales que son la garantía de la dignidad humana: la vida, la libertad, la honra, el buen nombre, la intimidad, el debido proceso, la libertad de expresión, la educación, la salud, el trabajo y la paz.
Esa Constitución nos define como un Estado social, democrático y constitucional de derecho, porque el poder no puede ejercerse arbitrariamente, sino en función del bienestar colectivo. Nos define como un Estado democrático, porque la soberanía reside en el pueblo y el poder sólo es legítimo cuando emana de su voluntad expresada libremente. Y nos define como un Estado constitucional, porque, incluso, quienes gobiernan están sometidos a la ley y nadie puede estar por encima de ella.
En Colombia convivimos con ideologías de izquierda, de centro y de derecha que, en teoría, deben competir en el marco del respeto a la Constitución y las leyes. Sin embargo, en la práctica, se ha vuelto común que los colores políticos pretendan justificar la vulneración de los principios, los valores y los derechos fundamentales que sustentan nuestro Estado social, democrático y constitucional de derecho.
Por eso, no es posible, ni moral ni jurídicamente, permanecer neutrales ante la violación de estos principios. No se puede ser neutral cuando se atenta contra la justicia o se manipula la verdad. No se puede ser neutral cuando se pisotea la dignidad de las personas o se persigue al contradictor político. No se puede ser neutral cuando la corrupción, la mentira o la violencia se convierten en herramientas de poder.
La neutralidad, en tales casos, deja de ser prudencia y se transforma en indiferencia cómplice. La Constitución no nos exige ser de izquierda, de centro o de derecha: nos exige ser coherentes con los valores, principios y derechos que nos unen como Nación. Defenderlos no es tomar partido por el gobierno o por la oposición o por una ideología o por una tendencia política, sino por el Estado Social, Democrático y Constitucional de Derecho y por la democracia misma.
En estos tiempos de polarización, en los que abundan narrativas acomodadas a las “verdades” de los diferentes intereses políticos e ideológicos -nutridas de mentiras, desinformación, engaños, ofensas, injurias y calumnias- es menester tomar partido por los principios (verdad, dignidad humana, prevalencia del interés general, participación ciudadana, justicia, igualdad y libertad), por los valores (respeto, honestidad, responsabilidad, tolerancia, solidaridad y transparencia) y por los derechos (la vida, la libertad, la honra, el buen nombre, el debido proceso, la libertad de expresión, la educación, la salud, el trabajo y la paz).
En síntesis: más allá de nuestras simpatías o antipatías políticas, hay un punto de encuentro que no admite transacción: la defensa de la Constitución con sus principios, valores y derechos. En este sentido, la neutralidad es inadmisible.


























