¿Hasta cuándo tendremos que aguantarnos el cinismo político, que sigue cargando de esquirlas de odio esta bomba de tiempo?
El atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay debe llevarnos a una reflexión honesta y urgente sobre el papel que juega el lenguaje político en la normalización de la violencia. No se trata solo de condenar hechos aislados, sino de revisar con valentía el clima de agresividad, intolerancia y estigmatización que desde hace tiempo se ha incubado en nuestra política.
He sido persistente en pedir respeto y tolerancia frente al que piensa distinto. Lo he dicho una y otra vez… Dirán algunos: “¿Y éste quién es?” Y yo respondo: “un ciudadano cualquiera que desde hace rato se percató del combustible peligroso en que se han venido convirtiendo el odio, el insulto, la desinformación, la mentira, la injuria y la calumnia en una confrontación que, si no se detiene, va a terminar, inevitablemente, en violencia física.” Las palabras también matan: empiezan matando la honra, el buen nombre, la confianza y la estima… porque se usan como balas.
Hoy, en la coyuntura lamentable del atentado contra Miguel Uribe, vemos a precandidatos, a políticos, a gobernantes y a líderes de los partidos políticos pidiendo respeto, cuando muchos han sembrado división con discursos incendiarios. Eso se llama cinismo e hipocresía. No basta con rasgarse las vestiduras. Es necesario un acto de coherencia: no se puede señalar al otro con el dedo mientras tres dedos apuntan hacia uno mismo.
La política no puede seguir siendo una arena de exterminio simbólico ni físico. El adversario no es el enemigo. Pensar distinto no puede ser causal de odio. Es hora de que nuestra clase política entienda que su responsabilidad no es sólo con sus electores, sino con la democracia misma, que se sostiene en la diferencia y el disenso pacífico.
La violencia no comienza con las balas, comienza con las palabras. Que este triste episodio que involucra al precandidato Miguel Uribe Turbay no sea una excusa más para el oportunismo, sino un punto de quiebre para el respeto, la decencia y la autocrítica.