Jorge Mejia Martínez

No siempre los acostumbrados consejos de seguridad de las autoridades civiles y uniformadas dan en el blanco. Muchas veces aciertan, ya sea porque sus decisiones son concretas y pertinentes para atacar el delito o aligerar la percepción de inseguridad en la comunidad, pero otras veces sus determinaciones son absurdas. Lo acaba de corroborar el alcalde de Medellín, Alonso Salazar. Por estos días la gobernación de Antioquia convocó a una reunión de tal tipo y entre las conclusiones grandilocuentes para contener la racha de asesinatos en la ciudad se destacaron dos: prohibir que en la parrilla de las  motos se  monten las mujeres y el toque de queda para menores después de las once de la noche. El Alcalde no participó en el evento porque estaba fuera de la ciudad y a su regreso decidió no acatar lo acordado. ¿Cual es la relación de las mujeres parrilleras con los homicidios y cuál es el estudio que justifique la prohibición para que los menores circulen  libremente una hora antes de la media noche? Sin respuestas. Hubo improvisación.

Algunos  gobiernos locales del sur y del norte del valle de Aburra se apresuraron a hacer eco de las decisiones del Consejo de seguridad, más por su afinidad política con el gobierno departamental, que por su convicción en la eficacia de las medidas. Algunos mandatarios todavía creen que mientras más prohibiciones expidan, más autoridad demuestran. A la hora de la verdad son más drásticos con la población no conflicto, pero indefensa –mujeres parrilleras y menores de edad – que con los verdaderos responsables de la criminalidad. Las medidas anodinas lo que hacen es enconchar a los criminales. Porque si en lugar de estimular a la gente para que colabore con información y denuncias, lo que se hace es perseguir sin ton ni son a amplios sectores de la población, se le resta base social de apoyo a la lucha colectiva contra las organizaciones delincuenciales de la ciudad.

Ese es el gran reto: que mandatarios como el alcalde de Medellín no se sientan solos en la lucha contra la mafia y la criminalidad. Ni nadie. Mientras ello no ocurra, muchas medidas, por más bien intencionadas que sean, serán un canto a la bandera. Es la misma lógica recurrente en la lucha contra la producción de coca. A los pequeños cultivadores de coca – generalmente obligados por las circunstancias: ausencia de oportunidades y presencia intimidatoria de grupos armados ilegales, con un factor común: débil presencia del Estado – en lugar de ganarlos como aliados de las autoridades para luchar contra las organizaciones criminales, brindándoles oportunidades para sustituir sus cultivos ilícitos, los criminalizamos y arrinconamos con las fumigaciones aéreas, sin brindar más alternativas, estamos condenados al fracaso. Es lo que ocurre con la política antidroga.

Transportar en moto la esposa, la hija o una amiga, al trabajo o al estudio, es cuestión de racionalidad. Lo mismo ocurre con los menores. Nuestros muchachos  jamás van a entender que en un país como Colombia donde según los gobernantes o no hay un conflicto o este ya se minimizó, haya que encerrarse desde las once de la noche, como si fueran los culpables de que en algunos sectores de los barrios altos o en algunos recovecos de la ciudad, proliferen los ajustes entre delincuentes o las disputas territoriales entre bandas, a pesar de que la policía hace todo lo que puede, produce resultados, pero el fragor delincuencial no cesa. Se prohibió el porte de todo tipo de armas, se ordenó el cierre de los establecimientos públicos más temprano, se prohibió el parrillero hombre en las motos, se incrementó el pie de fuerza, se involucró al ejército en la vigilancia de las calles de Medellín, se multiplicaron las recompensas, pero las cifras de homicidios no son alentadoras.

Algo más de fondo tiene que haber. En lugar de envalentonarse contra las mujeres y los menores, la ciudad merece una explicación sobre la existencia de 144 organizaciones criminales –combos y bandas- reconocidas por la policía, muchas de ellas con varias décadas de figuración, incólumes ante la persecución de las autoridades. Lo preocupante es que la lucha contra estas organizaciones delincuenciales todavía no es un propósito de toda la sociedad. La gente aún cree que ese es un deber tan solo de la policía.