Es muy difícil sacarme de la cabeza el País político ideal, que me sueño, y los políticos responsables y comprometidos con la verdad y con el bien común, que me sueño. Por eso, al oír al sacerdote en misa de domingo decir que “lo importante es que al final del día no nos quedemos tranquilos, porque durante el día no le hicimos daño a nadie, sino que lo importante es que al final del día, digamos que le hicimos bien a alguien”, pensé en el final del período legislativo de los actuales congresistas.
Parafraseando al Sacerdote, pienso que lo importante no es salir ileso, sino salir íntegro.
Terminar el día sin hacerle daño a nadie o el período legislativo habiendo cumplido con las sesiones y participado en comisiones sin haber insultado a nadie, es lo mínimo ético. Lo importante es que realmente hayamos hecho el bien y que los congresistas hayan dejado el País mejor de lo que lo encontraron.
Y discúlpenme la insistencia. Sé que soy repetitivo y que a algunos les parezco ingenuo. Ojalá me vieran como quiero verme: utópico. No porque ignore la realidad, sino porque me niego a resignarme a ella. Me gusta sentirme utópico porque, en medio del cinismo, la corrupción, el oportunismo y la desinformación, aún creo en la posibilidad de una política decente, de ciudadanos bien informados, de líderes con principios y de instituciones que se respeten.
Me niego a resignarme al cinismo, a la hipocresía, a la corrupción, al oportunismo, al populismo y a la desinformación programada y descarada. Me niego a aceptar que la política tenga que seguir secuestrada por expertos en el odio, por traficantes de la mentira, por incendiarios de la palabra y asesinos del buen nombre y de la honra.
Entonces, vuelvo al parafraseo del mensaje del Sacerdote para insistir en que al final del período legislativo 2022 – 2026 muchos de los congresistas hayan hecho, realmente, el bien; que hayan promovido el crecimiento económico y el desarrollo humano y social; que hayan dejado huella; que hayan elevado el nivel de la discusión política; que hayan respetado al otro; que hayan protegido lo público como propio y no lo hayan usado como botín.
La política no puede seguir premiando a los inactivos, a los tibios, a los que se escudan en no ensuciarse, pero tampoco hacen nada. No basta con no robar. También hay que servir, liderar, proponer y, por supuesto, confrontar -sin violencia y con la verdad y dignidad— a los que contaminan la política colombiana: los que normalizan la mentira, viralizan el odio y naturalizan el irrespeto.
Colombia necesita llegar a un punto de conciencia ciudadana en el que sepamos distinguir claramente entre quienes construyen y quienes destruyen. Entre quienes lideran con humildad y humanidad y quienes manipulan con arrogancia. Entre los que dicen la verdad, aunque no convenga, y los que mienten por conveniencia de intereses particulares, políticos y económicos.
Cuando lleguemos a ese punto, estaremos vacunados contra esa lógica tóxica que hace del odio el combustible de las campañas. Sólo entonces habremos superado la trampa emocional de los discursos mesiánicos —de izquierda o de derecha— que prometen el cielo mientras alimentan este infierno aterrador de polarización, miedo y fanatismo.